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Licor, timón y leyes

Justo cuando empiezan las fiestas de fin de año, sacan pecho en el Congreso porque el presidente Santos firmó la ley que eleva los castigos a los conductores que manejan bajo la influencia del alcohol.

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El Espectador
19 de diciembre de 2013 - 11:00 p. m.
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Se trata, por supuesto, y a falta de opciones más creativas, de una norma que sanciona conductas: multas millonarias, inmovilización del vehículo, pérdida del pase. Cosas así. Medidas que quieren amedrentar, meter miedo, a ver si de esa manera se consigue que la conducta, demasiado común todavía, se deja de cometer.

Esta nueva ley puede ayudar en algo, es cierto. Pero mucho hemos repetido en este espacio que crear castigos para conductas que, aunque reprochables, hacen parte de prácticas cotidianas, puede ser un error. Un error de política pública que es problemático al menos por dos razones.

Una, es la aplicación de la norma. Si algo nos han enseñado las sociedades en las que los ciudadanos cumplen con las leyes es que, más que la dureza de las mismas, se impone la eficacia de la justicia y de las autoridades policivas. ¿Sí podrán aplicarse estas medidas cuando, por ejemplo, la cultura del soborno está tanto o más arraigada en la sociedad como la de manejar después de tomar trago? ¿Las normas existentes se cumplían como para pensar que el incremento de la pena es la solución?

Lo segundo, más problemático en nuestra opinión, es que esta ley no ataca lo primordial para conseguir un efecto: la cultura ciudadana. De poco servirá la dureza de la ley si no se da al mismo tiempo una transformación en la percepción de la conducta. Mucho más efectivo, en ese sentido, sería capitalizar el gran descontento social que ya existe y viene creciendo en torno a esta conducta. Es en las más finas fibras sociales desde donde los grandes cambios pueden generarse.

¿Cómo? Empecemos por la sanción social simple y llana, una en que los ciudadanos nos pongamos los pantalones frente a amigos y familiares: no aceptar la conducta y, además, juzgarla sin temor a un reproche. Todos, en nuestras casas, en nuestros trabajos, en las reuniones familiares, deberíamos dejar de celebrar las historias de quienes incurrieron en este tipo de acciones. Y sobre todo, impedir que vuelvan a suceder. Digamos no, desde donde podamos, a que las personas manejen después de tomar trago.

Y, más allá de las sanciones sociales y normativas, se deben incentivar las alternativas, hoy al alcance de la mano: no solamente la figura del “conductor elegido” por fiesta y grupo social, sino también los servicios que prestan las aseguradoras, de tan fácil acceso por parte de quien adquiere un vehículo, o los mismos servicios de conductores que se prestan en los locales comerciales. Hacia allá deberían estar enfocadas nuestras políticas, antes que esperar a que los retenes y la fe en los agentes del orden hagan el trabajo que nos negamos a hacer todos en nuestra cotidianidad.

Porque todo puede quedarse en un círculo vicioso: sacar una norma drástica, que la gente sienta que algo se está haciendo y que todo, finalmente, siga igual. La tranquilidad del deber cumplido que hincha el pecho de nuestros congresistas, entonces, solamente será real si la ciudadanía aplica otras medidas posibles. Cosas simples, por demás. Países con tendencias de consumo de licor más altos que Colombia los hay. Pero muchos de ellos sin tasas de accidentalidad tan grandes por la relación de las dos variables. Es posible, entonces. Es posible pensar en que no manejar después de tomar unos tragos sea la común norma aceptada de conducta. ¿Seremos capaces? O nos enfrascaremos en el círculo vicioso de poner castigos y más castigos. La respuesta está en casa.

 

 

Por El Espectador

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