El feminismo y el machismo no son extremos opuestos: mientras el primero busca la igualdad entre hombres y mujeres, el segundo impone la superioridad del hombre. Las mujeres aún viven desigualdades de género, por ejemplo, no alcanzan de manera generalizada paridad salarial. La mayoría de denuncias por violencias basadas en género son reales, mientras que las falsas son extremadamente escasas. Nos parece importante hacer eco de estas verificaciones de datos que hizo la agencia EFE porque responden a falsas premisas de las que se nutre el discurso con el que movimientos reaccionarios han emprendido una batalla contra los derechos de las mujeres, cabalgando sobre el éxito reciente de líderes políticos abiertamente machistas.
El pasado 4 de marzo, mientras el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, pronunciaba un discurso ante el Congreso, mujeres del Partido Demócrata vistieron atuendos rosados y letreros de inconformidad, para mostrar su rechazo al retroceso de Trump en materia de derechos de las mujeres. Si bien muchas de ellas, desde el legislativo, luchan por la protección de esos derechos, sectores de opinión e, incluso, de los movimientos civiles, han criticado que se trató de una acción inútil ante un líder autoritario. Lo hemos dicho varias veces en este espacio: los gestos simbólicos deben ir ligados a acciones.
En este contexto, hoy 8 de marzo es un buen día para recordar que, desde hace más de un siglo, las mujeres se han organizado para exigir derechos que hoy parecen elementales: el sufragio, el acceso al trabajo y la ciudadanía plena. Con el tiempo, estas luchas se han ampliado para incluir la defensa de sus cuerpos, su autonomía y su seguridad. Sin embargo, en pleno 2025, el panorama vuelve a ser incierto. En América Latina, donde, según datos de la OEA, desde 1984 se han aprobado más de 205 normas para sancionar la violencia contra las mujeres, seguimos enfrentando un problema estructural: la brecha entre las leyes, su aceptación social y su aplicación real. Las cifras siguen siendo aterradoras: en Argentina, una mujer es asesinada cada 30 horas; en México, la crisis de violencia feminicida es una epidemia; y en Colombia, apenas en enero de este año, esos crímenes aumentaron en un 50 %, según datos del Observatorio de Feminicidios.
No se trata solo de una falta de implementación de políticas, sino de una reacción organizada que busca debilitar los avances logrados. Gobiernos y sectores ideológicos han presentado últimamente la igualdad como una amenaza. El caso de Argentina es ilustrativo. El gobierno de Javier Milei ha propuesto eliminar el feminicidio del Código Penal, argumentando que otorga “privilegios” a las mujeres. Pero no se trata de una cuestión de igualdad ante la ley, sino de reconocer una realidad específica: el feminicidio no es un homicidio común, sino la expresión más extrema de la violencia basada en género. Al eliminar esta categoría, se invisibiliza el problema y se envía un mensaje de indiferencia frente a la vida de las mujeres.
En Estados Unidos, se han promovido leyes que restringen derechos fundamentales de personas trans y limitan el acceso al aborto con el disfraz de la defensa de la niñez y la familia. En Europa, los discursos contra el feminismo han ganado espacio en las agendas políticas. Y en Colombia, la influencia de estos discursos amenaza con reforzar las desigualdades y fomentar la impunidad en casos de violencia de género.
Los derechos no son concesiones, sino conquistas que deben defenderse día a día. La regresión en derechos no siempre se da de manera abrupta; en muchas ocasiones, comienza con pequeños retrocesos disfrazados de medidas razonables o gestos aparentemente inofensivos. Por eso, la responsabilidad de exigir cumplimiento y avance no es solo de los movimientos feministas, sino de toda la ciudadanía.
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