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¿Nos hemos vuelto, acaso, insensibles al estruendoso ruido de las alarmas y a los gritos de advertencia del pasado? ¿Por qué, si todas las partes involucradas en el tema parecen estar de acuerdo en la gravedad del problema, siguen matando líderes sociales y se siguen cometiendo errores que, sabemos, crean espacios fértiles para quienes quieren sembrar violencia? “Nos están matando”, grita la izquierda desamparada, todavía cargando el peso del genocidio de la Unión Patriótica; pero los siguen matando y nada parece cambiar. Nos duele tener que repetirnos: si no se detiene el desangre de los líderes políticos, vendrán tiempos muy difíciles para Colombia.
Según un informe consolidado a partir de varias fuentes de información, son 114 las personas que se dedicaban a la defensa de los derechos humanos en diferentes regiones del país y que fueron asesinadas en lo corrido de este año. De esas, 40 fueron en el Cauca nada más, 15 en Antioquia, ocho en Nariño, cinco en Valle del Cauca y otros cinco en Chocó, cuatro en Cundinamarca, cuatro en Norte de Santander y cuatro en Bolívar. En 24 de 32 departamentos del país se han presentado atentados contra líderes sociales, habitualmente atribuidos al nuevo paramilitarismo (o al viejo, con nuevo nombre), y en casos con acusaciones contra la Fuerza Pública. ¿Ese es el panorama propicio para un país que se sueña en paz?
Como si fuera poco, la histórica ausencia estatal no está siendo suplida. Entonces, allí donde las Farc están desapareciendo gracias al acuerdo de paz, las personas con intereses ilícitos están extendiendo su poder. Lo señaló el viernes pasado la Oficina de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, al explicar que “a medida que los miembros de las Farc abandonan áreas tradicionalmente bajo su control, el Estado no ha asumido plenamente sus funciones, dejando un vacío de poder”. Ya conocemos con suficiente ilustración la violencia que germina en esos vacíos de poder, y los problemas que eso le ocasionan al país entero. Lo estamos viendo con los líderes sociales asesinados. ¿Sigue la Colombia regional, esa lejana de las urbes principales, siendo tierra de nadie y, por ende, de los violentos que solucionan la diferencia con el miedo y la sangre? ¿Cómo lo vamos a solucionar?
Lo más frustrante de toda esta situación, además de la sensación de perverso déjà vu que genera, es que las autoridades han declarado estar al tanto del problema. A diferencia de algunos gobiernos anteriores donde se negó cualquier tipo de persecución, y en contraste con varios mandatarios locales que insisten en el delirio de que nada pasa en las regiones más allá de simples ajustes de cuentas, el gobierno de Juan Manuel Santos y la fiscalía de Néstor Humberto Martínez han dado declaraciones vehementes en contra de los asesinatos y han destinado recursos para la investigación de los hechos. Y, aún así, siguen ocurriendo y no hay señales que inviten al optimismo.
¿Qué sucede, entonces? ¿Impotencia estatal? ¿Es este, acaso, un problema insuperable? Y, de ser así, ¿cómo podemos entonces hablar de posconflicto? ¿Sólo se les puede garantizar la seguridad a los defensores de derechos humanos que vivan en el centro del país?
Por muchos años, tal vez como mecanismo de supervivencia, Colombia ha huido de sus deudas históricas: en medio de la guerra no había tiempo para confrontar las verdades difíciles, los fallos del Estado. Pero ahora que estamos abriendo un nuevo capítulo, eso es precisamente lo que debemos hacer, más aún cuando el pasado se repite de manera preocupante. Los están matando. Lo hemos dicho, lo han dicho y lo vamos a seguir diciendo mientras no haya una solución real. El Estado tiene el reto enorme de mostrar que puede proteger todos los discursos políticos en todo el territorio nacional.
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