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Los militares en la paz

Por supuesto que en un cuestionamiento fundamental (por lo válido) dentro de todo el esquema de negociación de la paz es si incluir o no a los militares dentro de una serie de beneficios jurídicos a la hora de firmarla.

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El Espectador
02 de marzo de 2014 - 03:00 a. m.
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¿Pueden ser cobijados agentes del Estado por un proceso de justicia transicional que aligere la responsabilidad que tienen por la comisión de delitos durante la guerra? ¿Es lo correcto desde lo jurídico? ¿Desde lo ético?

En este tema hay que partir de una salvedad importante: un agente del Estado no es igual a un guerrillero y, por ende, no puede ser tratado de la misma manera. Los militares cargan consigo la responsabilidad de ser la fuerza legítima de ese Estado que nos contiene a todos: en ellos ha sido depositada la confianza, no solo de no cometer delitos, sino de velar por los intereses de la ciudadanía. Tamaña responsabilidad que nadie le ha dado a la guerrilla. Cuando los miembros de la fuerza pública rompen con ese mandato deben ser castigados con severidad, atendiendo a la lógica del derecho.

La cuestión, sin embargo, es que necesitamos acabar con la guerra de una forma eficaz. Necesitamos, como dicen algunos, lograr una paz verdadera, sólida y duradera. Nuestro conflicto ha sido alimentado por un sin fin de variables que lo han vuelto el pan de cada día durante 50 largos años, haciéndolo muy difícil de desenmarañar. Las consideraciones, por ende, deben ser distintas. Deben atender a dichas variables que impiden aplicar los dogmatismos de una forma radical.

Los militares han pedido que les den exactamente los mismos beneficios que a los eventuales guerrilleros desmovilizados. El presidente Juan Manuel Santos, el pasado 21 de enero, confirmó que la firma de la paz conllevará a unos beneficios para los agentes del Estado que se encuentren en líos judiciales por sus comportamientos durante la guerra.

En aras de la paz, de que sea real, de la sanación de las heridas que se hicieron de lado y lado, y del perdón, sobre todo, es lógico que los agentes del Estado que han pertenecido a esta larga guerra sean tratados con algún tipo de consideración. De lo contrario, será difícil llegar a un acuerdo pleno, donde las partes en conflicto se sientan medianamente satisfechas. Si no, habrá fisuras.

No hay que caer en errores de concepto a la hora de tener en cuenta a los miembros de la Fuerza Pública en un esquema de justicia transicional. Un Estado serio no puede incurrir en la “autoamnistía”, un exabrupto jurídico que tendría repercusiones a la luz de lo que el derecho internacional contempla. Un Estado no puede darse el lujo de decir que cometió delitos pero que, perdón, que no lo vuelve a hacer. Por supuesto que no.

Y sin embargo, algo hay de eso a un proceso real de transición: si se confiesa la verdad, se imparte un mínimo de justicia (distinta a la de los guerrilleros, por supuesto), se repara a las víctimas y se garantiza la no repetición, estamos hablando de un escenario posible. Razonable, además, acorde con el conflicto degradado de parte y parte. Pero esto implica, por parte de los militares, aceptar cosas. Poner la cara. Ser sinceros con las actitudes en las que pudieron incurrir en una guerra que se ha prestado para bajezas inimaginables. No conformarse con teorías de “manzanas podridas” o solidaridades de cuerpo.

Si se acepta esto de entrada, si esto deja de verse menos como un juego de fuerzas entre dos, y más como una deuda con una sociedad que exige la paz como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento, pues bienvenido. No podemos verle el lado malo.

Por El Espectador

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