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Pese a que sí fue un golpe de Estado (un puñado de militares, apoyados por una minoría civil, que metieron a la cárcel al presidente elegido voto a voto), los países árabes y los Estados Unidos se mantuvieron en silencio, dándole un tinte de legitimidad. Como si se tratara (que no) de una especie de revolución democrática por parte de la sociedad civil. La sociedad civil, por el contrario, ha puesto un saldo sangriento de entre 500 y 1.000 muertos desde que se sucedió el golpe, y seguirá corriendo la sangre por esas tierras.
Una vez renunció Hosni Mubarak, como consecuencia de las protestas multitudinarias, los Hermanos Musulmanes se hicieron al poder de forma legítima. Sin embargo, su trasegar en la política los hizo cometer excesos, digamos, antidemocráticos: esto es, ya hablando en términos reales, una serie de reformas que, apoyadas por las mayorías, aplastaban muchos derechos de las minorías. Así, a través de una reforma constitucional y un plebiscito, votado éste en masa, se generaron las primeras protestas porque las medidas fueron consideradas por algunos como regresivas. Un fundamento clásico de la democracia es, justamente, respetar a quienes no coinciden ideológicamente con los que ponen los votos.
Antes de que el Gobierno pudiera generar aprendizajes de gestión pública, el Ejército, que sabe bien lo que hace, apoyó la protesta y metió a la cárcel a Mohamed Mursi. ¿Por qué, entonces, se insiste con tozudez irritante en que no se trata de un golpe de Estado? ¿Por qué no tratar de mediar teniendo esto como premisa fundamental? ¿Por qué seguir dándole legitimidad a este lamentable hecho?
Luego de esto se vino encima Troya: los civiles en las calles, arengando contra algo que consideran injusto. Y si bien las mayorías son las que salen, el Ejército, organizado, es quien tiene la fuerza: ya lo vimos, ahí, contrarrestando las marchas y bañando de sangre la historia de ese país.
Todos actuaron mal, sin duda, desde las medidas regresivas de los Hermanos Musulmanes hasta el apoyo de los militares a las protestas minoritarias. Pero el incendio ya es un desmadre, es algo que se salió de las manos. Ya no hay lógica en lo que allí ocurre.
Por eso, la pregunta del millón sigue sin respuesta: ¿qué pasará ahora? ¿Cómo va a terminar resolviéndose esta situación tan grave? Sólo podemos adelantar un juicio: el mensaje que se manda ahora a la población es perverso. Aquí, en este tipo de escenarios, es donde los discursos extremistas calan de manera singular: parece ser que, en Egipto, más vale ser parte de un movimiento extremo y fundamentalista (armado, por demás) y no de uno que aspire a las urnas de forma legal. Porque si no, se le rebota el que sea. Y el hecho de que los países (y la prensa y los ciudadanos de otros países y los gobiernos) callen ante esta realidad, hace todo mucho peor.
A Egipto le quedan dos futuros posibles: aceptar el tránsito a las democracias moderadas y darles un compás de espera para que se perfeccionen (como sucede en Turquía con el islamismo moderado) o irse por la senda del extremismo armado. Más baños de sangre están a la vuelta de la esquina.