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La manía de prohibir

A decir verdad, no nos gustan los reinados. Les hacemos poca promoción, no los cubrimos demasiado y los espacios en los que les damos cabida en las páginas de este diario son bastante reducidos. Esto a pesar de que tienen un nivel alto de audiencia y que han sido parte de la historia cultural colombiana durante décadas.

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El Espectador
15 de agosto de 2012 - 12:21 a. m.
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Los reinados ayudan a reproducir, sin cuestionar, estándares de la belleza femenina, así como su persecución por parte de las mujeres. Enaltecen una serie de valores superficiales que harto arraigo tienen en la sociedad y que se heredan de una generación a otra tal vez sin ningún tipo de preguntas.

Esto es lamentable porque la belleza, al ser un objetivo primordial en la vida de una mujer, se convierte en una maldición: el ejercicio excesivo, las dietas llevadas de forma abyecta hasta la enfermedad, la autoestima minada, el trato diferenciado que las mujeres “más bellas”, o las reinas, por decir, reciben de parte de los hombres, quienes también (y de qué forma) ayudan a enquistar esos comportamientos en la sociedad. Esto no es culpa exclusiva de los reinados. La mano invisible del mercado ha puesto una cuota de belleza uniforme que bombardea, a diario, el prototipo de belleza que la sociedad debe perseguir.

En esta antipática dimensión situamos el acto cultural de los reinados. Un homenaje a la belleza sin un cuestionamiento ético sobre la misma, sobre su apreciación, sobre su construcción social que cambia con el vaivén de los años. ¿Qué se puede hacer ante este panorama? ¿Prohibirlos, como ya lo hizo el gobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, en algunos colegios públicos de su departamento? No nos parece una respuesta adecuada. La prohibición de un acto cultural, de arraigadas bases sociales, siempre parece una conducta desacertada porque no entiende cuáles son las razones para que el acto exista. Con borrar su reproducción material no desaparecen sus causas. Hay que entender qué está en juego.

Fajardo ha expuesto unos argumentos loables y razonables. Que los colegios están para estudiar, que promoverá concursos de talento y no de belleza, y eso está muy bien. La educación, más que la instrucción básica, es algo olvidado en los primeros niveles formativos. Desincentivar la búsqueda de la belleza a toda costa y promover valores desde el punto de vista intelectual o deportivo es algo para rescatar. Pero, ¿prohibir los reinados? Eso suena demasiado drástico y también incompleto. Las conductas culturales persistirán, haya reinados legales o no. Seguirán las propagandas, las actrices, las modelos, las reinas. La prohibición, más allá de ser antipática por satanizar una conducta, no hace las preguntas pertinentes.

Se podría, más bien, plantear cuestionamientos más básicos sobre la belleza femenina. ¿Qué es? ¿Cómo se ha construido durante siglos de historia humana? ¿Por qué las mujeres sufren a diario para complacer sus estándares? ¿Qué conductas de hombres y mujeres ayudan a que esto se reproduzca sin miramientos? ¿Qué hacemos para evitarlo? Dar una charla a las niñas, respondiendo a cada una de estas preguntas (con personas preparadas en psicología infantil), podría servir para abandonar la persecución de la belleza absoluta. Podría ayudar a que las niñas se valoren a sí mismas como un fin, no como un instrumento que reproduce estándares. La prohibición simplemente se enfrenta a una conducta cultural que más tarde se reproducirá de otras formas, incluso algunas justificadas por oponerse a la represión.

La pedagogía, por parte de profesores y padres de familia, sobre cómo formar a una niña proponiéndole valores que excedan la belleza y la complacencia a los hombres, podría ayudar (aunque suene ilusorio) a que estos actos desaparezcan poco a poco.

Con mujeres que finalmente cuestionen su entorno. La belleza, hay que recordarlo, es un discurso, no una meta biológica. Esto debe quedar claro de una vez.

Por El Espectador

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