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Tal vez por este motivo su canonización se empantanó durante tantos años en las oficinas del Vaticano, donde la tendencia conservadora de la Iglesia no estaba dispuesta a permitir el ingreso al santoral de un “cura rojo” de la teología de la liberación.
Francisco, un papa que cada día genera más admiración y cariño en el mundo, decidió declarar a monseñor Romero mártir de fe, in odium fidei. Es decir, un representante de Dios puede ser asesinado por su claro compromiso en favor de los pobres y de los desamparados, en aras de “la caridad, la justicia y la paz”. Justo por estos días se ha recordado la figura de otro mártir beneficiado por este nuevo enfoque eclesiástico: el polaco Maximilian Kolbe, que dio su vida en Auschwitz para salvar la de otro hombre.
Óscar Arnulfo Romero venía de una familia acomodada y era considerado un conservador cuando fue designado, en 1977, arzobispo de San Salvador. Poco a poco comenzó a abrir los ojos a la realidad salvadoreña, donde la justicia social brillaba por su ausencia. Sin embargo, fue el asesinato de su gran amigo, el padre jesuita Rutilio Grande, lo que lo llevó a tomar partido por los menos favorecidos, quienes sufrían la represión cotidiana en campos y pueblos. Desde entonces sus homilías de los domingos en la catedral se convirtieron en el mejor medio para conocer de primera mano lo que estaba sucediendo a lo largo y ancho del país. Su voz pausada pero firme dejó frases demoledoras: “La justicia es igual a las serpientes. Sólo muerde a los que están descalzos”.
El mensaje, que caló profundamente entre su grey, no pasó inadvertido para la extrema derecha salvadoreña, que comenzó a ver con preocupación a un incómodo defensor de los derechos humanos desde el púlpito. Y así, en marzo de 1980, la “voz de los sin voz” fue acallada de un tiro en el corazón mientras oficiaba la homilía en un hospital, asesinado por un francotirador. La orden vino del mayor Roberto D’Aubuisson, fundador del partido Arena, quien representaba el sentir de la mayoría de la clase dominante salvadoreña, ganaderos, agricultores, empresarios y la cúpula militar. Este hecho terminó de desencadenar la guerra civil que ya se cernía sobre el país. La misma que duró cerca de 12 años, causó más de 70.000 muertos, unos 8.000 desaparecidos y un millón de refugiados.
Esas frases proféticas, que aún resuenan, podrían ser aplicadas hoy en día a nuestro propio país. A la guerrilla le dijo: “Cesen ya esos actos de violencia y terrorismo (…) que son provocadores de otras situaciones más violentas”. Al país en general: “Hacemos un llamado a la cordura y la reflexión. Nuestro país no puede seguir así. Hay que superar la indiferencia entre muchos que se colocan como meros espectadores ante la terrible situación, sobre todo en el campo. Hay que combatir el egoísmo que se esconde en quienes no quieren ceder de lo suyo para que alcance a los demás”.
Su mensaje de paz caló. El Salvador logró terminar el sangriento conflicto armado. Aquí aún esperamos que la guerrilla entienda, como lo pide el presidente Santos, que ya es hora de concluir las negociaciones en La Habana.
Se necesitan con urgencia más seres humanos como monseñor Romero.
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Por El Espectador
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