Mira, Colombia, todos esos nombres, todas esas vidas que hemos perdido en estos años de violencia irracional; todas esas ideas de crear comunidad, de defender la democracia, de engrandecer lo local; todas esas luchas silenciadas, aterrorizadas, asesinadas. Hoy le cedimos nuestra portada y varias páginas a una lista que se siente interminable, de nombres y profesiones, de hombres y mujeres, de colombianos que creyeron en las promesas de la Constitución, en la construcción de Estado, quienes fueron vilmente violentados. No hay futuro mientras estos casos sigan en la impunidad, mientras sus muertes sean, al mismo tiempo, una advertencia para todos aquellos que les siguen los pasos. Una Colombia sin líderes sociales no puede existir. Basta ya, en serio, basta ya.
Volvemos y volvemos y volvemos al tema de los líderes sociales asesinados porque allí se encuentra la tragedia de un país que no ha terminado de inventarse. Cada uno de ellos es un fracaso de nuestra sociedad. De las autoridades, sí, pero también son un reto a nuestra conciencia colectiva: ¿podremos, a medida que los números de fallecidos aumentan, ser capaces de diferenciar las cifras de las historias humanas? ¿Somos capaces de que nos sigan doliendo los muertos cuando la violencia se convierte en una característica más de nuestro paisaje? ¿Habremos ya sucumbido a la indolencia, a la complicidad pasiva, a la resignación de que no hay nada que se pueda hacer?
Son preguntas abiertas y no pretendemos tener las respuestas. También desde el periodismo nos encontramos ante los obstáculos de contar historias similares sin que se sientan idénticas, repetidas. Por eso hoy nos unimos a una iniciativa de varios columnistas, aprovechando la información que hemos publicado en Colombia 2020 a lo largo de estos años, para hacer un recuento de todas las voces acalladas. Junto a cada nombre hay una profesión y en esas dos frases está el relato de todo un país. Lastimosamente, la imagen que nos refleja este espejo no es para nada alentadora. Tantos años después, seguimos fallándoles a quienes sueñan con una Colombia mejor.
Leer los perfiles de cada una de esas personas es encontrarse con un optimismo inacabable, la esperanza radical de la que hemos hablado en el pasado. Los líderes saben que están en tierras peligrosas, con instituciones frágiles, con un Gobierno a menudo ambivalente y, aun así, persisten. Utilizan las herramientas normativas que hemos creado, convocan a sus pares, alzan la voz, no se amedrentan ante las amenazas. Sus muertes, incluso, se convierten en un catalizador. Allí donde hay un líder asesinado surgen otros para no permitir que tanto esfuerzo se pierda. Esa es razón suficiente para que no permitamos que esto se convierta en una discusión caduca. Todos esos nombres nos recuerdan que los han matado y que los siguen matando. Y sus biografías, aunque breves, nos muestran que no son solo números para contabilizar la barbarie.
Cada líder social asesinado es una historia de vida truncada, una familia que sufrirá su ausencia, una comunidad que queda aterrorizada, unos actores ilegales que sonríen por su triunfo, un Estado que demuestra su insuficiencia y una democracia que tambalea. Recordemos que la historia no tiene que ser así. Recordemos que debemos protegerlos.
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