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Una bendición. Cuando la vida está en juego por culpa de una enfermedad que destruye el sistema inmunológico de una persona, un medicamento como estos es eso. Una costosa, eso sí. Kaletra entró al país a precios impagables: la bicoca de US$4.000 al año por paciente, con sus respectivos picos altos a razón de US$5.200. Un exabrupto absoluto que pone en duda la razón de existir de los medicamentos y su noble espíritu de salvar vidas de pacientes alrededor del mundo. Se termina volviendo un vil negocio.
La Superintendencia de Industria y Comercio, hace dos semanas, estableció que Abbott, la compañía farmacéutica que distribuye el medicamento, lo ha vendido en Colombia (porque la dejaron, no sobra decirlo) entre un 53 y un 66% por encima del precio establecido, cosa que supera, por mucho, la venta del mismo fármaco en países como Brasil o Perú. Y por ese sobrecosto, dicha autoridad le ha cobrado una multa de US$3.080 millones. Una bicoca, ahí sí, teniendo en cuenta que una multinacional poderosa como esta puede hacerse hasta US$24.000 millones en pastillas vendidas para sus usuarios de este país. La multa es, entonces, una octava parte de sus ganancias netas.
Dentro de las sanciones que ha tenido que afrontar la compañía hay una más, más efectiva y más acorde con el derecho a la salud: un tope de los precios. Apenas el 3 de octubre del año pasado, y luego de una labor titánica de organizaciones y pacientes, que pasaron por la negativa del gobierno del hoy senador electo Álvaro Uribe Vélez —que no abrió el mercado para que entraran medicamentos genéricos—, así como de la división entre los mismos pacientes, y luego de una serie de demandas interminables ante algunos juzgados, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca sentenció que el Gobierno era responsable y que debía darse un control de precios. US$670 por paciente al año. Ese es el tope. Buena noticia, pero sigue siendo muy alto. ¿Un genérico? Mejor. Tal vez serían US$268.
Es de admirar la lucha que muchos pacientes y organizaciones están haciendo respecto a nada menos que el derecho a la vida de miles de personas que sufren un padecimiento y no tienen cómo enfrentarlo cuando sí existe un tratamiento. Esto es, sin embargo, un problema de un derecho interno débil que deja irse al vaivén del interés de las compañías. Una prolífica doctrina se ha escrito sobre esto y puede resumirse en una tesis relativamente sencilla: la manipulación de controles ambientales, o precios de medicamentos, o raseros con los cuales medir los impactos que una empresa puede tener en una sociedad particular, entre otros, son culpa de algunos estados que no son capaces de pararse en la raya.
Así es como logran una entrada fácil las multinacionales, a costa de un derecho protector no muy rígido que se deja manipular con facilidad. O a costa, en este caso específico del medicamento que trata los efectos del sida, de un derecho inexistente. La gallina de los huevos de oro. ¿Son culpables las multinacionales? Digamos que ellas se sienten en el mero juego del mercado: una ley ausente o débil permite que el mercado entre a regular la realidad que las rodea. Y esto, en plata blanca, le costaba a un paciente, al año, una cifra superior a los ocho millones de pesos. Si queremos tener una salud como derecho, hay que empezar a acabar desde ya con estas prácticas. Por lo tanto, y como tienden a coincidir los pacientes y organizaciones que este diario entrevistó hace unos días, es un paso, pero no es lo suficiente.