El presidente Gustavo Petro parece haber entendido el mensaje. Después de un primer año en el que fue cavando una crisis de gobernabilidad que le costó 11 de sus ministros, una reforma laboral hundida y otras propuestas de reforma en cuidados intensivos, se presentó ante el Congreso de la República este 20 de julio con un tono más conciliador. Retomó su propuesta de un acuerdo nacional, se abstuvo de atacar deslegitimando a la rama Legislativa y no mencionó la refrendación popular como legitimadora última de su mandato. El problema, claro, es que ese discurso ya lo escuchamos antes y terminó en el estallido de cualquier asomo de conversación civilizada entre los poderes públicos. ¿Será distinto en esta ocasión? ¿Entenderán también los partidos tradicionales que deben ceder si quieren contribuir a esa gran conversación nacional que luce tan necesaria?
La Casa de Nariño recibió otro campanazo por parte del Congreso. En la elección de sus mesas directivas, el Senado votó como su presidente a Iván Name. A pesar de ser miembro del partido Alianza Verde, su candidatura era una rebeldía contra la de Angélica Lozano, que era apoyada por el Gobierno. Su perfil, cercano por vínculo familiar al Partido de la U, lo posicionó como el triunfo de los partidos independientes y de oposición. El mensaje era claro: el Legislativo se aleja de la aplanadora con la que empezó el Gobierno el año pasado y busca una interlocución más seria.
Por muchas razones era necesario el cambio de tono del primer mandatario. “Es el momento de ceder para construir un país más equitativo”, dijo en un momento el presidente Petro. Luego, agregó: “¿Un acuerdo nacional es mantener las cosas como están? ¿Es volver al pasado? (...) Creo que un acuerdo nacional versa alrededor de tener una sociedad más justa y próspera”. Se trata de una mano extendida al Congreso para trabajar juntos, lo que implica responsabilidad de ambas partes. Desde el Gobierno, entender que los proyectos de reforma no vienen preaprobados desde las urnas y que debe permitir modificaciones que moderen sus posturas más radicales. Desde los congresistas, en especial los partidos en independencia, recordar que el país sí votó por un cambio y que sabotear las propuestas no es una opción productiva. Ya vimos lo que pasa cuando se crean trincheras inamovibles; es momento de un diálogo genuino.
Es válido un Congreso que no sea gobiernista, como lo calificó su nuevo presidente; incluso, es deseable para la democracia que así sea. Sin embargo, eso viene con la carga de mostrarle al país el buen uso de esa independencia. Si la rama Legislativa se convierte en un simple cálculo político para estancar al Gobierno, vendrán más polarización y menos respuestas a las urgencias que su población viene demandando.
Presidencia debe, a su vez, leer las derrotas como un momento para reajustar la estrategia, desde el nombramiento de ministros, pasando por la aproximación a los partidos, hasta en los discursos. Que el presidente haya esperado a escuchar con atención las presentaciones de la oposición, mandato que siempre burlaron sus antecesores, tiene una potente fuerza simbólica de apertura a la diferencia. Pero si decide volver a la táctica de estigmatizar, fomentar la división en las calles y creer que cualquier votación en contra hace parte de una estrategia de “golpe de Estado blando”, tendremos otro año de fracasos.
La instalación de la segunda legislatura de este Congreso ha puesto un tono positivo de sensatez. Ahora, hay que hacerlo realidad.
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