Lo que se conoce hasta ahora de los “archivos de Twitter” —o #TwitterFiles, como han sido publicados— es evidencia tangible de algo que se intuía pero no había sido aceptado de manera pública: Twitter, la empresa, tenía todas las herramientas para limitar el alcance de las cuentas que considerase “peligrosas” y las utilizaba de manera permanente. No es, todo hay que decirlo, una revelación sorprendente ni mucho menos novedosa: es claro que todas las plataformas tienen sus capacidades de moderación de contenido y que el solo hecho de que exista un algoritmo ya representa un filtro sobre lo que las personas ven o no. Sin embargo, es un recordatorio más en una larga lista de situaciones problemáticas creadas por el hecho de que el debate público virtual es controlado por empresas privadas que actúan supraestatalmente y con poca transparencia.
Es necesario un contexto. La publicación de los archivos tiene un claro propósito político. Elon Musk, nuevo dueño de la red social, está en una campaña para desacreditar a los antiguos dueños, a los medios tradicionales y al Partido Demócrata estadounidense. La manera en que ha publicitado la filtración de documentos confidenciales ha sido fomentando teorías de conspiración sobre Hunter Biden, hijo del presidente de Estados Unidos, Joe Biden. El multimillonario quiere que el mundo lo considere un defensor de la libre expresión y de los principios básicos de libertad; sin embargo, ha mostrado una clara preferencia política por los discursos de ultraderecha y no es casualidad que Twitter haya visto un aumento de los discursos de odio durante su corto período como líder.
Adicionalmente, los periodistas encargados de difundir los archivos tienen una larga trayectoria de desinformación y están al servicio de las posiciones de ultraderecha en Estados Unidos. Eso hace que todo lo publicado, especialmente la manera en que se enfoca, deba ser analizado con prudencia.
Por ejemplo, se ha hecho mucho escándalo sobre cómo Twitter limitó por momentos cuentas de “comentaristas conservadores”. Lo que no cuentan es que esos mismos opinadores difundieron discursos de odio y antivacunas, en un claro incumplimiento de las políticas de uso de Twitter.
Dicho eso, los archivos sí evidencian que Twitter tenía todo un ecosistema de liderazgo encargado de decidir a qué cuentas bajarles visibilidad o amplificación, sin siquiera notificarlas. Contrario a lo que habían dicho públicamente las directivas de la red social, sí era común hacer una moderación silenciosa, donde el usuario no sabía que lo estaban ocultando. En la práctica, una empresa privada decidía sin supervisión quién podía hablar y quién no.
Esa es la raíz del problema de las redes sociales como garantes del debate público. No hay libertad de expresión sin libertad de alcance, pero tener una red social implica tomar decisiones de moderación. Lo hemos visto con Facebook, lo vemos con TikTok y por supuesto pasa en Twitter: no hay transparencia, las reglas no son claras y la libertad de expresión y de prensa quedan limitadas a los algoritmos y al capricho de quienes los crean. No es un escándalo nuevo, pero sigue siendo una preocupación esencial de nuestro mundo hiperconectado. Mientras las empresas privadas, sin importar quiénes sean sus dueños, tengan tanto poder sobre la democracia y los discursos permitidos, podrán decidir quiénes son escuchados.
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