Aspirar a que hagan lo obvio, en un país como este, parece un imposible.
Pongamos por caso el Partido Conservador. Ahí los tenemos, esperando definir mañana su destino político de los próximos cuatro años. Si lanzan a un candidato propio para la primera vuelta presidencial o si se suman a la campaña reeleccionista de Juan Manuel Santos, o si hacen alianza con algún otro movimiento del espectro político como el Centro Democrático, por ejemplo, donde está a la cabeza el expresidente Álvaro Uribe, primer crítico del Gobierno. Esas son sus opciones. Que son todas las opciones posibles, de hecho. Aunque exageremos, en aras del debate: podrían aliarse con el Polo o con la Alianza Verde o con el mismo Partido Liberal. ¿Y por qué no? ¿No es así de dinámica nuestra política? ¿No están esperando, pues, al mejor postor? Terrible, dañino.
Ahí los tenemos, entonces, esperando por la táctica política más rentable para sus intereses electorales. ¿Por qué un partido centenario, que definió la mitad de la historia del siglo pasado, se ve reducido a esto hoy? ¿No tendrán otra salida que no sea esperar hasta el último minuto para valorizarse de cara a las elecciones presidenciales? Porque inconcebible es, sin duda, que estén entre unirse a un gobernante que busca la reelección (con todo lo que esto implica en términos de sospecha por el clientelismo y los puestos) o irse bajo la sombra de su principal enemigo político. Sentido sí tiene, pero no el correcto, no el éticamente más plausible: no es por razones ideológicas que lo hacen. Es por estrategia. Y eso es, sin duda, deplorable, que no ilegal.
Puede que en esta casa históricamente hayamos estado muy lejos de los postulados básicos que defiende el Partido Conservador. O que debería defender. Pero, sin duda, una democracia como la nuestra lo necesita: lo necesita fuerte, saludable, con rasgos identificables para los votantes. Y así a todos, por demás. Lo cierto es que esto que viene mostrando el Conservador en las últimas décadas maltrata la democracia.
Celebrábamos (con cierto pesar por la poca renovación) que líderes y cabezas visibles de los partidos volvieran al juego político, por lo menos para subir el nivel del debate y elevarlo a las ideas. Y eso está bien. Pero ese regreso de viejos políticos no deja de evidenciar el mismo problema: los partidos, hoy día, están dependiendo de líderes visibles y no de ellos mismos para sobrevivir a unas elecciones. En Colombia no les creen. Y no les creen, por supuesto, por su poca fidelidad a ciertos ideales. Por su apego, más que a las propuestas, a conseguir votos y umbrales y puestos. El círculo vicioso se ha extendido a un nivel exasperante. Y son ellos mismos, por supuesto, los que pueden corregir ese camino.
¿Cómo? Siendo serios. Nada más. Defendiendo postulados y elevándolos a toda costa, como reza la vieja usanza de una política ideal. A meses de las elecciones no consideramos que sea mucho pedir. Hay tiempo para ello. Para pensar en un país por encima de los pequeñísimos intereses personales.