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Sarai Colmenares tenía 12 años y, como contó El Espectador el pasado domingo, fue víctima de explotación sexual, tortura y asesinato. Su caso es espantoso, tanto por las particularidades del horror que Colmenares tuvo que sufrir en el tiempo previo a su asesinato, como por la manera en que la sociedad colombiana parece haber normalizado la trata de personas y la explotación sexual infantil. Ahora que en Colombia se habla mucho de proteger a la infancia y la adolescencia, de perseguir a los perpetradores de crímenes atroces, es menester escuchar a las activistas, que son claras en un mensaje: no estamos haciendo lo necesario para proteger a las niñas que hay en el país.
Sobre Colmenares recayeron varias exclusiones. Se trataba de una migrante venezolana que, como es la historia de muchas refugiadas, estaba en una situación económica precaria. Por niña y mujer, fue explotada sexualmente. Algo curioso y doloroso de la investigación realizada por El Espectador es que, cuando se preguntó por Colmenares en los lugares que frecuentaba, varias personas aseguraron haberla visto ofreciendo “servicios” en las calles. ¿Por qué nadie dijo nada? Es una pregunta retórica, pues conocemos la respuesta: la explotación sexual infantil se ha normalizado al punto de convertirse en algo más del paisaje.
Ni siquiera los padres de Colmenares habían reportado su desaparición. Si no hubiera sido por la labor de la policía para dar con el paradero de su agresor y después identificar a la niña, no se habrían enterado de lo que ocurrió. Otra incógnita abierta es por qué la niña aparecía como Alejandra Ramírez en cuentas de Facebook y TikTok, que no manejaba solo ella y donde el contenido buscaba sexualizarla.
La última agresión contra Colmenares la cometió Jairo David Latorre Muñoz, un hombre de 28 años que negó lo ocurrido y obstaculizó a la justicia hasta que se vio atrapado. Después pidió ser internado por problemas de salud mental. Si suena a una historia similar es porque ya la hemos visto, una y otra vez. En la indignación que produjo el caso de Yuliana Samboní en el 2016 hubo un clamor colectivo por un “nunca más”. Y aún así, sigue ocurriendo: en lo que va del año se han contabilizado 40 feminicidios. El liderazgo político lo único que ha hecho es desgastarse en la inutilidad de la cadena perpetua, como si empeorar las penas que ya son lo suficientemente graves fuese a brindarles seguridad a las niñas como Colmenares.
El problema es profundo y de raíces complejas. Necesitamos más capacidad investigativa y de intervención en espacios de tolerancia. También un empoderamiento a las redes de activismo que se tejen con las uñas por todo el país. Está pendiente una discusión nacional sobre cómo abandonamos la cultura de la hipersexualización de las niñas. Se siente, en todo caso, que estamos dando vueltas en círculos.
Quedarse en la descripción de la agresión a Colmenares es un ataque a su memoria. A ella le fallaron la sociedad, el Estado, sus padres y sus agresores mucho tiempo antes de su muerte. Esa es la realidad de tantas otras niñas, migrantes y colombianas, en todo el país. La pregunta es la misma, pero sigue siendo urgente: ¿qué vamos a hacer al respecto?
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