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En el debate sobre la prohibición del mercenarismo en Colombia, el Gobierno de Gustavo Petro y el Congreso de la República corren el riesgo de enfrentarse a una realidad frustrante: sin cooperación internacional, es poco lo que nuestro país puede hacer por su cuenta. Tampoco son útiles los mensajes estigmatizantes contra los exmilitares colombianos que deciden trabajar para empresas de seguridad, pues parte del problema surge por la falta de oportunidades que se les ofrecen a los veteranos. Aunque no buscar apoyar la violencia en otros países es un propósito loable, la discusión es mucho más compleja y difícil de lo que parece a simple vista.
Este fin de semana, el primer ministro sudanés, Kamel Idris, pidió al gobierno colombiano intervenir en el envío de mercenarios que luchan en el conflicto de su país. La guerra, que lleva ya más de dos años, enfrenta al gobierno con las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), financiadas en la sombra con dineros ligados a los Emiratos Árabes Unidos, y que ha recibido el influjo de exmilitares colombianos. Las cifras no son claras, pero se estima que hasta unos 2.000 colombianos se encuentran luchando en el conflicto. El presidente de la República, Gustavo Petro, radicó mensaje de urgencia para un proyecto de ley antimercenarismo y el mandatario escribió en su cuenta de X: “Jóvenes exsoldados y exoficiales, no se vendan. Luchar por la patria, no morir en guerras ajenas”. En un mensaje anterior había dicho, refiriéndose a las personas que sirven de intermediarias en los contratos de mercenarismo, que “tanta guerra quisieron dentro de Colombia, que, al debilitarse la guerra en el país, la buscan fuera, donde nadie nos ha hecho daño”.
No es un hecho aislado. En el mercado internacional de la seguridad, los exmilitares colombianos son reconocidos por su excelente entrenamiento, por su experiencia en combate y porque terminan siendo relativamente “baratos”. A esto se le suma el hecho de que, una vez se retiran del Ejército nacional, hay pocos sistemas de apoyo y de oportunidades laborales, por lo que terminan en desempleo. En Sudán, por ejemplo, les están pagando entre $1,500 y $3,000 dólares mensuales. En redes sociales se puede leer a exmilitares defender este trabajo bajo la idea de la libertad, de que ellos saben a qué se están enfrentando, y al hecho de que en nuestro país pasan por dificultades económicas.
El proyecto apoyado por el gobierno busca, en esencia, dos cosas: por un lado, tipificar como delito el mercenarismo y, por el otro, mejorar el sistema de protección a veteranos. Sin embargo, expertos dudan de la efectividad de ambas medidas. En una columna para Razón Pública, Fernando Estrada, investigador de RePEC/IDEAS de Munich, explicó que “es probable que muchos reclutadores operen en la clandestinidad, usando redes internacionales y contratos difíciles de rastrear. Además, algunos mercenarios podrían ser contratados directamente por gobiernos extranjeros, lo que dificultaría aún más la persecución legal”. Otra pregunta es cómo se define el término “mercenarismo”, pues hay trabajos en seguridad que no implican intervenir en conflictos armados, y por lo tanto no hay por qué prohibirlos dentro de la libertad de cada colombiano.
Entonces la conversación no es tan sencilla. Más que un proyecto de ley, Colombia está viendo que la realidad de nuestros exmilitares requiere una aproximación estructural. Un primer paso que puede liderar el Gobierno es sentarse a conversar con las personas que han ido a trabajar de mercenarios y han podido regresar al país para comprender las aristas del problema.
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