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Ayer entró en vigencia el cese al fuego bilateral con el ELN por un periodo de seis meses, el más largo que se haya acordado en casi 30 años de negociaciones con esa guerrilla. El anuncio no es menor, no solo porque no hay antecedentes equivalentes, sino porque lo pactado ha puesto en práctica lecciones aprendidas en ceses anteriores. Aunque el historial de los procesos con ELN invita a la cautela, vale la pena apostarle al desescalamiento de la violencia y a avanzar en la agenda de paz.
El solo hecho de haber llegado a un acuerdo de esa magnitud evidencia que hay un clima favorable de confianza en la mesa de diálogo entre el ELN y el Gobierno Petro, con todo y las tensiones que han aquejado al proceso. También hay que destacar que este cese, a diferencia de otros, cuenta con unos protocolos mucho más claros, un mecanismo de monitoreo riguroso, acompañamiento de la ONU y comunidad internacional, y veeduría de sociedad civil. A pesar de las declaraciones desafortunadas de Pablo Beltrán hace algunas semanas y de los intentos por desinformar que enrarecieron el ambiente, este parece ser un acuerdo robusto que brinda garantías a las partes y al país, como lo explicó Juan Carlos Ospina en una columna para Colombia+20 de El Espectador.
El objetivo primordial del cese al fuego es, por supuesto, suspender los enfrentamientos entre la guerrilla y la fuerza pública, disminuir la violencia, darles un respiro a las comunidades afectadas, permitir acciones humanitarias y avanzar hacia un eventual cese de hostilidades. Además, pretende crear el clima propicio para la etapa de participación de la sociedad civil en los diálogos, una parte fundamental de la agenda en la que la guerrilla ha insistido como condición para lograr la paz. De llegar a buen término, también tiene el potencial de darle un necesario empujón a la política de paz total e iniciar un círculo virtuoso que resucite los ceses con otros actores armados.
Hay riesgos, claro. Todo cese es frágil y susceptible de romperse, sobre todo cuando este año ha estado plagado de intentos frustrados. Como informó La Silla Vacía en junio pasado, “de los cinco decretos iniciales de cese al fuego (a principios del 2023), el Gobierno tuvo que suspender el del ELN a los cuatro días. En marzo, suspendió completamente el del Clan del Golfo. Hace unas semanas terminó parcialmente el del Estado Mayor Central (EMC) de las Farc al mando de Iván Mordisco. Y ha mantenido los ceses con la Segunda Marquetalia y los Pachenca, pero sin mecanismos de verificación ni protocolos”. Además estarán a prueba la cohesión interna del ELN y el poder de mando de los comandantes sobre las estructuras que quieran rebelarse y sabotear el proceso. También es posible que la guerrilla u otros actores ilegales quieran aprovecharse de la situación para fortalecerse.
Pero la principal preocupación que manifiestan expertos y comunidades es un problema que atraviesa toda la política de paz del Gobierno Petro: si no se logra un cese multilateral o un acuerdo más amplio que involucre a los otros actores armados que operan en el país, particularmente el Clan del Golfo y las varias disidencias de las FARC, la violencia va a continuar. Las cifras del último año no son alentadoras y muestran una sombría realidad: la mayor parte de la violencia que sufre la población civil es producto de los enfrentamientos entre los grupos ilegales que se diputan el control del territorio y las rentas ilegales, y cada vez involucran menos a la fuerza pública.
Por eso el Gobierno no puede flaquear en los intentos por detener la violencia. Para que eso suceda es imprescindible que las partes cumplan lo pactado a cabalidad, que haya avances tangibles en la mesa de diálogos y que la administración Petro no descuide las otras aristas de su política de seguridad.
Esperamos que este cese al fuego bilateral cree las condiciones propicias para avanzar en el propósito de la paz.
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