El aumento preocupante en el número de cultivos de hoja de coca en Colombia despierta, al mismo tiempo, las voces más improductivas dentro del debate nacional sobre la droga. De distintas maneras, desde las gobernaciones, pasando por la Procuraduría y la Fiscalía, y llegando al Ministerio de Defensa, se habla de considerar alternativas novedosas. Entiéndase: fumigar. ¿Estamos condenados a una “solución” ineficiente, violenta con las poblaciones y que solo sirve como paliativo?
Las noticias son, en efecto, muy negativas. Hace unas semanas, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a través de su Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci), dijo que Colombia es el mayor productor de hoja de coca en el mundo. De 2016 a 2017 los cultivos aumentaron en 25.000 hectáreas, para llegar a un total de 171.000. Antioquia, Putumayo, Norte de Santander y Cauca tuvieron el mayor incremento de cultivos de coca, con el 64 %, mientras que Nariño, y en particular el municipio de Tumaco, sigue siendo el territorio del país con más hectáreas de coca.
Las alarmas, que vienen encendidas desde hace un par de años, continúan sonando. Estados Unidos, pese a los esfuerzos del presidente Iván Duque por congraciarse con la administración de Donald Trump, insiste en volver a narcotizar la relación diplomática y exige ver resultados cuanto antes. No importa que EE. UU. poco haga para combatir el consumo, o que precisamente lo que necesita Colombia es apoyo para consolidar los proyectos de posconflicto, para así frenar verdaderamente el narcotráfico. Trump y compañía necesitan cifras reductoras, pero efectivas para mostrar acción.
Por eso, en el país estamos corriendo para cumplir. De abandonar la prohibición del uso del glifosato, usando múltiples argucias como el uso de drones que de todos modos no solucionan el problema del contacto de los cultivadores con el herbicida, hasta la reanudación inmediata de las fumigaciones, como pidió el gobernador de Antioquia.
En todo este proceso se ha terminado por satanizar la sustitución voluntaria de cultivos. Se dice que no funciona, que es muy lenta y que no hay voluntad. Pero la realidad es otra: el Estado ha sido incapaz de actuar con velocidad y contundencia para cumplir los pactos con las familias cocaleras y llegar con oportunidades a las zonas de influencia de los narcotraficantes.
No es coincidencia que el Guaviare sea el lugar del país en el que más bajaron los cultivos de coca el año pasado, pese a tener problemas de orden público y una disidencia de las Farc. Como contó La Silla Sur, esto se debe a que la rapidez en suscribir pactos de sustitución y en pagar lo prometido por el Estado motivó a las familias cocaleras a cumplir sus promesas. El resultado fue que en 2017 hubo 1.915 hectáreas menos que en 2016.
Tal vez más importante, el ejemplo del Guaviare muestra la importancia de construir relaciones de confianza entre el Estado y las comunidades. Es la única manera duradera de combatir la ilegalidad. Pero, entre el ruido de las cifras y la presión internacional, la política del Gobierno parece alejarse de esa lógica. La misma historia de siempre.
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