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Luego de derrocar hace un par de meses al presidente legítimo, Mohamed Mursi, allí parece cumplirse la sentencia gatopardiana: todo cambió para seguir igual.
El mariscal Al Sisi sabe jugar duro y no en vano se le conoce por su puño de hierro. Es un hombre bastante hermético y mantiene un halo de misterio a su alrededor. Aprovechando su experiencia como jefe de Inteligencia del Ejército, vendió muy bien entre los Hermanos Musulmanes su imagen de hombre de profundas creencias religiosas y logró ser escogido por Mursi para ocupar la esencial cartera de Defensa. El entonces presidente sabía que se jugaba una carta muy peligrosa, dado que en las Fuerzas Armadas radicaba el principal factor de estabilidad de su gobierno, metido de lleno a torcer el rumbo del país hacia un régimen cada vez más teocrático. Sin embargo, el cálculo falló y, como le sucedió en su momento a Salvador Allende con Augusto Pinochet, fue el propio Al Sisi el encargado de clavarle el cuchillo por la espalda.
Sus primeras medidas tras el golpe estuvieron destinadas, por un lado, a reversar las controvertidas medidas religiosas que había tomado el Gobierno, mientras con la otra mano reprimía a los Hermanos Musulmanes con todo el poder militar bajo su mando. No en vano se habla de más de 2.500 muertos en las jornadas posteriores al golpe. Fuera de la detención y el juicio a Mohamed Mursi y la cúpula gubernamental, siguió con la prohibición de la Hermandad, que pasó a la clandestinidad. De otro lado, llevó a los tribunales y logró que se condenara a muerte a cerca de 2.000 de sus militantes por haber participado en unos hechos que desembocaron en la muerte de cuatro personas. Aunque es probable que estas sentencias no se ejecuten, y las penas sean reducidas, el mensaje es claro sobre quién manda en Egipto y qué le puede suceder a quien se atreva a dudarlo.
El nuevo líder militar aseguró así el poder y envió un mensaje de relativa estabilidad, aunque todo esto en medio de una grave crisis económica y social. Se cree que en este país de 85 millones de habitantes los niveles de pobreza rondan el 26% y el desempleo supera el 20%. Lo cierto es que Occidente ha asumido una posición de abierta complicidad con el mariscal y sus cuestionadas acciones. Entre dos males, un gobierno democráticamente elegido y de abierto fanatismo religioso y un golpe que encarrilara de nuevo hacia Occidente al país, esencial para sus intereses estratégicos en la zona, optó por el menor de ellos: bienvenidos los generales al poder.
No sólo Estados Unidos, también Arabia Saudita ha apostado por el nuevo gobierno. Hace un par de días el presidente Barack Obama dijo en un discurso en la academia militar de West Point que “en Egipto reconocemos que nuestra relación está basada en los intereses de seguridad, desde el tratado de paz con Israel hasta los esfuerzos compartidos en contra del extremismo violento. Por eso no hemos cortado la cooperación con el nuevo gobierno. Pero podemos y continuaremos presionando por las reformas que ha demandado la gente en Egipto”. Los saudíes, por su parte, han venido apoyando económicamente a Al Sisi desde el derrocamiento de Mursi, y lo continuarán haciendo una vez asuma formalmente el poder.
Como siempre, los retos son muchos para el nuevo gobernante. Pero el más importante, una vez sometidos los Hermanos Musulmanes, será el de la recuperación económica y quitar presión al creciente descontento social. Salvo una fuerte inyección de recursos frescos que le permitan reactivar el turismo y reflotar la maltrecha economía, las cosas no le van a ser nada fáciles al nuevo rais en Egipto.