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A su antojo

A la sazón de una campaña presidencial que pasa de largo sin confrontación de ideas, hemos tenido que asistir más bien a los escándalos judiciales que la plagan: denuncias que, sean ciertas o no, le ponen a esta época electoral el tinte casi exclusivo de la guerra sucia.

El Espectador

17 de mayo de 2014 - 09:00 p. m.
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Así estamos entonces, a tan sólo una semana de que los ciudadanos vayan a las urnas y se expresen: propuestas lanzadas al aire (unas más serias que otras), pero poca confrontación de las mismas, cosa que ayudaría, y mucho, para saber qué clase de figuras de Estado son las que están en contienda. De eso poco, casi nada.

El último episodio es la denuncia en extremo grave —denuncia no es todavía, en realidad, apenas una arenga sin sustento por lo pronto— de que en 2010 el presidente Juan Manuel Santos habría recibido US$2 millones del narcotráfico para financiar su campaña. La especie la lanzó ante los medios el expresidente Álvaro Uribe, por demás, padrino político del presidente Santos en aquella época. No es poca cosa.

El fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre, a través de un comunicado, dijo, como lo exigía el asunto, que el expresidente debía ir y, bajo la gravedad del juramento, ampliar su denuncia: ¿cuáles son las pruebas? ¿Cuánto dinero supuestamente recibió la campaña del presidente Santos? ¿Quién? ¿Cuándo conoció de estos hechos? ¿Cómo? ¿Por qué apenas ahora actúa? Asuntos mayores. La actitud normal de un ente investigador que sabe de un supuesto hecho delictivo de semejante calado, que debe ser investigado y, dado el caso, juzgado. Y, sin embargo, no asistió.

Ante la insistencia fue a la Fiscalía, pero para recusar a Montealegre y a su segundo al mando, el vicefiscal Jorge Perdomo. Argumenta el expresidente, en un documento de 35 páginas, que no tiene garantías plenas con estos funcionarios. Que se nota el sesgo parcializado de Montealegre hacia él en las distintas entrevistas que ha dado a los medios. Encontró el expresidente en esas declaraciones la excusa perfecta para eludir su responsabilidad, recusar y dejar en el aire la sospecha sobre el presidente-candidato justo cuando nos aprestamos a ir a las urnas.

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Cierto es que el fiscal no debería andar de correría mediática y sí medir sus palabras para mantener la majestad de su cargo libre de cualquier tinte de inclinación. Pero también es verdad que su protagonismo es ya a estas alturas ineludible, y acaso conveniente, cuando la campaña presidencial se ha trasladado a los estrados judiciales.

Así las cosas, aunque en su discurso el expresidente Uribe pareciera tener algo de razón, jurídicamente no la tiene: se recusa a quien lo juzga a uno. Punto. Y él ha sido citado como testigo, para que amplíe una denuncia que terminará en la investigación penal de otro. Cosas bien distintas. Ahora, para colmo, ha dicho el expresidente que llevará la denuncia ante la Procuraduría General de la Nación, un ente que no tiene nada que ver con la investigación de delitos. Rompe así, entonces y de nuevo, con la institucionalidad: lo que está haciendo se llama, simple y llanamente, obstrucción a la justicia. Muy grave.

Y lo es más si se piensa en quién es el que lo hace: un expresidente, un senador electo, un líder de opinión. Debería mostrar un poco de la altura que esas dignidades exigen, y pensar por un momento en el pésimo ejemplo que está dando a los muchos colombianos que ven en él un modelo a seguir. El mensaje es nefasto: que la justicia es desechable o puede escogerse a su antojo y capricho.

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Una vez el expresidente entregue la información al jefe del Ministerio Público, la Procuraduría debe acatar el curso que la ley obliga: enviarlo a la Fiscalía. Nada más, ni nada menos. Alguien acá tiene que dar una muestra de altura.

Por El Espectador

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