Necesitamos sentarnos a conversar. Los llamados a modificar la manera en que nos expresamos de los contrincantes políticos tienen que aterrizarse en acciones concretas, pues de lo contrario será un discurso más de tantos que se nos pierden en la rutina polarizada de Colombia. En ese marco, la convocatoria de la Conferencia Episcopal de Colombia, que fue atendida por las principales cabezas de la institucionalidad nacional, es una muestra del tipo de encuentros que necesitamos fomentar. Su declaración final también representa un muy buen primer paso en la dirección correcta. Sin embargo, no es más que el primer paso, pues la realidad es que si no hay una decisión consciente, renovada a diario, de cada uno de los actores políticos por cambiar su manera de enfrentarse al debate, no veremos una distensión de los ánimos del país.
Nos parece que las personas que han subestimado la importancia de la polarización en los problemas que aquejan a Colombia están equivocadas. Han dicho, en respuesta a nuestros editoriales y a otros llamados hechos por figuras públicas, que se trata de un intento de censurar el debate, de no reconocer las diferencias profundas, de buscar, en palabras coloquiales, la fiebre en las sábanas. También se han burlado, buscando posicionar la idea de que hay tantos problemas por atender que concentrarse en el discurso es, cuando menos, ingenuo. No obstante, debemos reafirmarnos. El lenguaje es la herramienta que utilizamos para crear la realidad; la estigmatización es el arma que muchas veces ha sido cómplice de las peores atrocidades en la historia de Colombia.
No se trata, debemos ser claros, de pasar un barniz que oculte las fuertes pugnas políticas. Sería un error esperar que, por ejemplo, el Gobierno y el Congreso abandonen sus diferencias. La intención es, sí, que encontremos una manera de referirnos al otro dentro de esas diferencias, sin apelar a la deshumanización y al desentendimiento moral. Ver primero al ser humano, y luego la distancia ideológica. También ser firmes en unos inamovibles, como la defensa de la no violencia, de la democracia, de los principios básicos necesarios para poder discutir en libertad. No buscamos un adormecimiento del debate público, sino una reflexión y un uso más responsable de las palabras.
En ese marco, el comunicado que se publicó del encuentro con la Conferencia Episcopal parece entender esa urgencia. “En un contexto mundial, nacional y local, de profundas tensiones, contradicciones y transformaciones, como ciudadanos, servidores y representantes de las instituciones del Estado colombiano, nos comprometemos juntos e invitamos a todo el país a escucharnos, valorarnos y respetarnos en la hermandad; a desarmar y armonizar la palabra, y a rechazar todo tipo de violencia como forma de resolver los conflictos políticos y sociales”. El presidente de la República, el del Congreso, el procurador, el contralor y varios representantes de las cortes suscribieron el documento. Lo celebramos, pero queda la duda: ¿lo van a cumplir?
“Escucharnos, valorarnos y respetarnos”, así como “desarmar y armonizar” son verbos que requieren conductas puntuales, la decisión consciente de ir contra el calor de las redes sociales y de la campaña política que ya está en curso. Sí, se necesitan más reuniones como esa que vimos, pero, ante todo, es esencial la voluntad. Construir un país que rechace la violencia es una labor ardua. ¿Estamos dispuestos a tomar las decisiones difíciles diarias que eso implica?
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