Un país consagrado a un credo es excluyente

El Espectador
15 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.
¿Cómo podemos hablar de un país que incluya a todos los colombianos si sus líderes sienten la necesidad de encumbrar a uno de tantos símbolos religiosos que existen? / Foto: Cortesía
¿Cómo podemos hablar de un país que incluya a todos los colombianos si sus líderes sienten la necesidad de encumbrar a uno de tantos símbolos religiosos que existen? / Foto: Cortesía

La actitud de la administración de Iván Duque en torno a la libertad religiosa genera varias preguntas que, nos parece, no pueden desestimarse apelando a que todo es “simbólico”, como ha pretendido hacer la ministra del Interior, Alicia Arango. Hoy, en el marco del Día Nacional de la Familia, el Ministerio emitió una resolución donde se pide llevar a cabo una “Jornada Nacional de Oración y Reflexión por Colombia”. Un día antes, la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez utilizó la imagen institucional del Gobierno para emitir un mensaje con claros contenidos de preferencia hacia el catolicismo. ¿De cuándo acá el Estado es llamado a promover religiones en vez de simplemente protegerlas?

Alicia Arango dijo en Blu Radio que la jornada de oración “es un pedido de las iglesias. Me parece que si este es un pueblo que cree en Dios en su mayoría, hay que darle la posibilidad de rezar juntos si quieren”. Le atiende la razón en que no se trata de una obligación dictada desde el Estado, pero no nos parece que se trate de un gesto vacío. ¿No podían las iglesias, por ejemplo, unirse entre ellas y convocar a sus feligreses a la jornada de oración y reflexión? ¿Por qué debía mediar un pronunciamiento oficial? En la resolución expedida por el Ministerio del Interior, además, se dice que esa entidad es la “líder de la política religiosa en el país”. Eso es una pésima interpretación de los mandatos de la Constitución.

El Estado laico está diseñado para ser una doble vía. Por un lado, garantiza a las personas total libertad religiosa: pueden creer (o no creer) en lo que deseen sin ningún tipo de intervención, presión o persecución por parte de las autoridades. Por otro, también exige que ningún credo particular interfiera en el funcionamiento adecuado de las instituciones democráticas. No se trata de que los funcionarios abandonen sus creencias, sino que entiendan que, al momento en que son elegidos para, por ejemplo, ser ministros o vicepresidentes, tienen que ser figuras que representen a todos los colombianos. Mostrar preferencias por ciertos credos, así sea de manera simbólica, envía un mensaje peligroso y excluyente. Bajo esa concepción, el Ministerio del Interior no debería estar liderando convocatorias de ese estilo, y menos para celebrar la “familia” si, como es lógico por quien convoca, no se incluyen todos los tipos de familias que existen en Colombia, incluso aquellos que han sido perseguidos por ciertos credos.

A través de su cuenta de Twitter, la vicepresidenta escribió además, en un mensaje que llevaba los signos distintivos del Gobierno, que “hoy consagramos nuestro país a nuestra Señora de Fátima”. Dirán, también, que es un simbolismo, un ejercicio de la conciencia individual de la vicepresidenta Ramírez. Sin embargo, ¿cómo podemos hablar de un país que incluya a todos los colombianos si sus líderes políticos sienten la necesidad de encumbrar a uno de tantos símbolos religiosos que existen?

Desde que entró en vigencia la nueva Constitución, la Corte Constitucional ha venido desmantelando todos los espacios donde alguna religión ha sido privilegiada. En todo lugar el mensaje es el mismo: las autoridades no deben tomar partido. No se trata de negar que en Colombia hay muchos creyentes, sino de mostrar respeto por quienes no lo son. Los símbolos importan y el Gobierno no debería utilizarlos a la ligera.

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