¿Para qué un periódico liberal en estos tiempos?

Ante la avalancha de agendas morales y políticas fundamentadas en la exclusión, nos sabemos obligados a seguir ejerciendo la resistencia de siempre, abiertos al diálogo y a buscar puntos de encuentro, pero apostándole a la fuerza de nuestros principios.

El Espectador
27 de noviembre de 2016 - 02:00 a. m.
El liberalismo no puede abandonar ni silenciar a las minorías para conseguir triunfos o alianzas electorales. Cuando la propuesta de la contraparte es “tolerar” la diversidad, pero, por ejemplo, aceptar que hay “una forma de familia ideal”, no podemos ser cómplices de los prejuicios que esconde esa posición.
El liberalismo no puede abandonar ni silenciar a las minorías para conseguir triunfos o alianzas electorales. Cuando la propuesta de la contraparte es “tolerar” la diversidad, pero, por ejemplo, aceptar que hay “una forma de familia ideal”, no podemos ser cómplices de los prejuicios que esconde esa posición.

Los principios que impulsaron a don Fidel Cano Gutiérrez a fundar El Espectador y que hemos defendido en nuestro casi siglo y medio de existencia se encuentran hoy, como también entonces, bajo amenaza. Después de un año de derrotas electorales y sociales para quienes defendemos los ideales progresistas identificados históricamente con el liberalismo, hay quienes sugieren que es momento de ajustar la estrategia y moderar los proyectos de reivindicación de derechos de las minorías. ¿Debemos, entonces, dejar de lado los reclamos de los marginados para complacer a esas supuestas mayorías con agendas morales y políticas que consideramos dañinas y excluyentes?

La pregunta se inspira en un debate estadounidense, pero que se replica en la Colombia contemporánea. Tras la victoria de Donald Trump en la Presidencia y de los republicanos en el Congreso, coronados a pesar de —o, más perverso aún, gracias a— que promovieron un discurso racista, xenófobo, misógino y abiertamente mentiroso, voces dentro del liberalismo estadounidense han sugerido que el fracaso electoral se debió al énfasis que las ideologías progresistas le han otorgado a lo que se conoce como la “política de la identidad”, es decir, la celebración de la diversidad y la adopción de las causas de las poblaciones que han sido históricamente excluidas de todos los espacios sociales y de poder.

Esto, argumentan, aísla innecesariamente al proyecto liberal y sabotea sus aspiraciones electorales. En una columna de The New York Times, Mark Lilla dice que la política de la identidad ha dejado al liberalismo joven con “poco para decir sobre las preguntas trascendentes que existen sobre las clases sociales, la guerra, la economía y el bien común”, y sugiere que sería mejor adoptar una propuesta enfocada a la unión del país sin reparar en las diferencias de sus ciudadanos. Cuando haya reclamos relacionados, por ejemplo, con la sexualidad y la religión, Lilla propone que el liberalismo “trabaje silenciosamente, sensiblemente y con un sentido de escala”. Y luego se burla del debate que la población trans viene adelantando en busca de baños más incluyentes.

El problema de Lilla y de tantos otros, colombianos incluidos, es que han aceptado la idea de que las reivindicaciones sociales se han convertido en un capricho. Tal vez por culpa del vertiginoso progreso que los reclamos de las minorías y de las mujeres han tenido en el último medio siglo, es fácil comprar el discurso de que las luchas actuales son innecesarias o, peor, que buscan aplastar, por ejemplo, los derechos religiosos. ¿Cuántas veces no escuchamos, en los debates sobre el matrimonio y la adopción igualitaria, que para qué la población LGBT quiere esos derechos? Insinuando que deberían estar contentos con lo que ya han conseguido. Y ni hablar de quienes proponen que el feminismo ya perdió su razón de ser. ¡Por favor!

En la esencia de cada reclamo social se encuentra un debate de justicia frente a una historia de silencio y opresión que ha sido invisibilizada y sigue vigente. Una persona trans que pide baños incluyentes no lo hace por incomodar a los creyentes, sino porque la ausencia de esos espacios íntimos donde sea bienvenida es un símbolo de una sociedad que aún hoy se niega a reconocer su existencia. O, para poner un ejemplo más local, ¿puede hablarse de que Chocó es el departamento más pobre de Colombia sin hacer referencia al color de piel de sus habitantes? ¿Puede entenderse la violencia intrafamiliar sin preguntarnos por los roles de género y la cultura que sustenta estructuras de poder sexistas?

El liberalismo no puede abandonar ni silenciar a las minorías para conseguir triunfos o alianzas electorales. Cuando la propuesta de la contraparte es “tolerar” la diversidad, pero, por ejemplo, aceptar que hay “una forma de familia ideal”, no podemos ser cómplices de los prejuicios que esconde esa posición. Ante la avalancha de agendas morales y políticas fundamentadas en la exclusión, nos sabemos obligados a seguir ejerciendo la resistencia de siempre, abiertos al diálogo y a buscar puntos de encuentro, pero apostándole a la fuerza de nuestros principios.

Especialmente porque la pregunta sobre nuestro rol en una sociedad adversa no es nueva. Ya lo escribía don Fidel en el primer editorial de El Espectador el 22 de marzo de 1887: “El primer escollo apuntado viene a ser mayor si el periódico no se va, como no querrá irse el nuestro, en pos de los hombres, hechos e ideas que por misterio del éxito están en boga, sino que por el contrario se propone, como nos lo proponemos nosotros, rendir culto a las grandes ideas proscritas hoy por el odio, por la apostasía, o por la debilidad; no dar a las buenas y a las malas acciones unos mismos nombres; no hablar a los dueños del poder el lenguaje de la lisonja, y no tributar aplausos ni a los hombres ni a sus actos sino cuando la conciencia nos lo mande”. Aquí seguiremos.

¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com

Por El Espectador

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