Con estas palabras el papa Benedicto XVI abrió la puerta para lo que algunos aseguran es un giro histórico de la Iglesia católica. Después de décadas de una cruzada en contra del condón, el Sumo Pontífice replanteó la radical posición de su institución y dijo: “Puede existir casos concretos justificados, por ejemplo cuando una prostituta usa un condón”. Y añadió: “Este puede ser el primer paso hacia la moralización, un primer acto de responsabilidad para desarrollar de nuevo la conciencia de que no todo está permitido”.
A pesar del malestar que genere el ejemplo, es positivo que el Papa, después de asegurar durante una gira por África que “el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida no se supera con el uso del condón, sino que, por el contrario, esto sólo lo agrava”, haya aceptado algún uso justificado. Suspender la prohibición de los condones para proteger a las personas sanas de enfermedades infecciosas es un gran avance y tiene poco sentido recordar, como algunos pretenden, que este paso se ha dado demasiado tarde y que el Vaticano tiene una culpa más grande de la que jamás logrará redimir. Lo pasado es pasado y ahora lo importante es que este cambio de postura puede abrir el espacio para que lo sigan más, así se le permita, primero, sólo a los “pecadores”. Tal vez el sexo homosexual o las relaciones sexuales prematrimoniales, que viven bajo el yugo eterno de la prohibición, puedan ganar el permiso que ya se les concedió a las prostitutas, pues, finalmente, y utilizando el mismo argumento, este puede ser “un primer acto de responsabilidad” para desarrollar una conciencia moral, la cual, por lo demás, excluiría tales “aberraciones”.
Así bien, a pesar de los millones de vidas que se salvarán con este modesto, pero significativo gesto, el daño, no que hizo, sino que sigue haciendo la Iglesia es inaceptable. Aunque ahora, cuando haya riesgo de transmisión de alguna enfermedad sexual, el condón, por fin, sea permitido, la orientación sexual, la identidad sexual y las prácticas sexuales que a la Iglesia no le parecen siguen siendo condenadas y este es un tema que hay que poner sobre la mesa. También hay que incorporar en el debate realidades que, si bien no han formado parte de los ya comunes escándalos, están lejos de vivir esa “sexualidad más humana” que ahora defiende el Papa. ¿Por qué no hablar del abuso de los varones de la Iglesia sobre las mujeres? La cultura de que el sacerdote es un ser especial y superior, por varón y por sacerdote, está en mora de ser revaluada, como está en mora de concedérseles a las monjas otro tipo de valores.
La Iglesia tiene que salirse de la cama, liberar la sexualidad y restituir la autonomía de la mujer sobre su cuerpo. Sin desconocer la labor inmensa y generosa de misioneros y misioneras, ni la de la mayoría del clero, la verdadera caridad, esa que todavía se debe, es la de romper con la exclusión y el rechazo, el maltrato y la pobreza, la enfermedad y el prejuicio que ciertas políticas de la Iglesia permiten. Haber aceptado, tras décadas de súplicas, que se les permitiera a sus fieles el uso del condón para prevenir las enfermedades de transmisión sexual, que el año pasado, sólo por culpa del sida, le costaron la vida a 2 millones de personas en el mundo, es un gran logro. Que muchos ya murieron, es un hecho sobre el que, en este contexto, no vale la pena volver. Lo importante es que hay temas que debatir, porque como en este caso, en el que la Iglesia aceptó que se equivocó, hay muchos otros. Errar es de humanos, pero errar a costa de la vida y de la dignidad de los demás es injustificable. Hay que presionar las discusiones.
Por El Espectador
