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Una muerte infame

El viernes de la semana pasada, a eso de las 10:30 de la noche, un patrullero de la Policía abrió fuego contra Diego Becerra —más conocido como Bechy en el mundo del grafiti, actividad a la que se dedicaba— provocando su muerte prematura.

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El Espectador
28 de agosto de 2011 - 01:00 a. m.
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Esto es lo único que sabemos con certeza hasta hoy. El resto de la información va de un lado para otro por cuenta de las declaraciones de la familia, de la Policía y de algunos testigos.

Con todo, el caso ha generado lógica indignación en la ciudadanía, dadas las apariencias de que fue un imperdonable exceso policial lo que acabó con la vida de este joven. Las declaraciones contradictorias de algunos miembros de la Policía y de los testigos que apoyan la versión oficial contrastan con una versión más convincente de la familia: el joven, que contaba apenas con 16 años, se encontraba realizando uno de sus muchos grafitis en la zona de Pontevedra en Bogotá —maquillada con su sello personal—, cuando llegó un policía a preguntar qué estaban haciendo. Becerra, junto con sus amigos, salió corriendo y murió cuando el agente le disparó en la espalda.

Y no es que su versión resulte más convincente porque sea lógico que la familia defienda a su ser querido, sino porque coincide con las pruebas que ya empiezan a emerger: testimonios de los amigos, dictámenes preliminares de Medicina Legal en los que se indica que Becerra tenía las manos manchadas de pintura y el reconocimiento de que el disparo le entró por la espalda y a una corta distancia.

La versión oficial es muy distinta. Que los jóvenes iban en una buseta desde el barrio Castilla, al suroccidente de la capital, y cerca a Pontevedra, en el otro extremo de la ciudad, atracaron a mano armada a los pasajeros del vehículo, llevándose celulares y objetos de valor. Cuando se bajaron del bus, un policía los siguió mientras corrían. Becerra se escondió tras un poste haciendo ademanes de sacar un arma y el policía, como “defensa”, le disparó. Para esta versión también hay pruebas, es cierto: una llamada hecha por un pasajero a la línea de emergencia describiendo a los atracadores y dando un número de identificación del vehículo; el testimonio del conductor del bus quien asegura que puede identificar a Becerra, porque, según él, fue quien lo encañonó, y que los agentes auxiliaron al joven y lo llevaron al hospital donde estaban sus amigos.

Muchas preguntas han surgido de dicha versión. Cuestionamientos si acaso intuitivos que cualquiera puede hacerse: si la Policía llevó a Becerra al hospital, ¿por qué no le dijeron a sus padres, de una vez, que el joven estaba atracando una buseta? ¿Y por qué no capturaron, de paso y en cumplimiento del deber que los obliga, a los otros coautores del delito, in fraganti? Si el joven robó varios objetos, ¿dónde están? ¿Si el propósito era robar a sus pasajeros, por qué hacer un viaje en bus casi completo de un extremo de la ciudad al otro? Dicen que se escondió detrás de un poste e hizo el amague de sacar un arma; ¿por qué el balazo fue por la espalda entonces? El pasajero y el conductor del bus, para completar, dan un número distinto de vehículo.

Por supuesto que hacer acusaciones con base en supuestos e intuiciones resulta prematuro. Las investigaciones que se han prometido deben ser cuidadosas y certeras para que las responsabilidades sean claras. Las de una muerte absurda como la de Becerra —pues incluso si el joven fuere un atracador no existe en Colombia la pena de muerte— tanto como las de un posible intento de desviar la investigación, si es que ese es el caso. Muy frescos están en la mente de los colombianos los aberrantes casos conocidos como ‘falsos positivos’, como para que aún hoy alguien en la fuerza pública pueda atreverse a pintar de criminal a quien en realidad ha sido asesinado.

Por El Espectador

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