Y el gobierno presentó finalmente el texto de su propuesta de reforma a la salud, tarde, con una serie de cambios estructurales que auguran una compleja batalla en el Congreso, sitio natural para el debate democrático. El presidente lo hizo, sin embargo, anunciando que “ganó fue el pueblo”; es decir, autoproclamándose como la única voz autorizada en esta deliberación y olvidando, quizá, que su triunfo, aunque histórico, fue por unos pocos votos de ventaja sobre propuestas muy distantes a estas. El tono de los discursos que vio el país en las últimas horas plantea el abandono definitivo de la intención de unir a las “dos Colombias”, pues lo que viene es lucha. Isabel Cristina Zuleta, senadora del Pacto Histórico, demostró que no piensan abandonar la retórica del “ellos” contra “nosotros” al escribir en su cuenta de Twitter: “El que se oponga a la reforma a la salud es un infame al que no le importa el sufrimiento de la gente humilde”. Lamentable elocuencia de lo que serán unos meses de convulsión en Colombia.
La reforma tiene puntos valiosos, por supuesto. Su énfasis en mejorar la dignidad de los trabajadores de la salud es acertada en un país donde sus reclamos no han sido tomados en cuenta, incluso durante la pandemia. También, promover el pago a clínicas, hospitales y prestadores, que es una deuda histórica, hace parte de una discusión necesaria. Si hablamos de deudas históricas, quizá lo más destacable de la iniciativa es la intención de cerrar la enorme brecha con la salud rural. El énfasis en la prevención es correcto. Sin embargo, estaba mal informado el ministro del Interior, Alfonso Prada, al decir que “bajo ninguna circunstancia se eliminan las EPS”: el modelo propuesto, con prioridad de lo público, sí es una alteración profunda que obliga a las EPS a cambiar radicalmente para sobrevivir con el abandono de funciones esenciales.
La raíz del problema es el caos. A este Gobierno le queda muy difícil manejar los dos rostros del presidente: el conciliador, que se reúne con las EPS y escucha a sus ministros más moderados, y el que aún está en campaña y parece tener predilección por sus funcionarios más combativos. En eso, la ministra de Salud, Carolina Corcho, no ha sentido empacho en radicalizar y estigmatizar, como lo hizo en sus cuentas oficiales contra las EPS. Así estamos.
Es una lástima que no se haya elegido el camino de construir sobre lo construido, sino el de un cambio profundo que nos lanza a la incertidumbre. Porque, por supuesto, nuestro sistema tiene que ser mucho más justo y más eficiente, pero no es claro cómo la apuesta por lo público y el empoderamiento de las entidades territoriales vaya a reducir la corrupción o mejorar la salud de los colombianos.
En El Espectador hemos venido publicando una serie de artículos que demuestran cómo el sistema se puede mejorar, pero también dejan en evidencia que, a pesar de lo que diga el Gobierno, tenemos una resiliencia institucional que ha salvado vidas. Lo demostró la pandemia. También lo demuestran las encuestas de satisfacción con el sistema y la comparación internacional. Es una lástima, insistimos, que el Gobierno no haya preferido la conciliación. Ahora le corresponde al Congreso dar un debate profundo, informado y de altura, pero en vísperas de elecciones territoriales es difícil sentir esperanza.
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