Hay una línea delgada entre pedir que no se criminalice la protesta social y argumentar que cualquier proceso judicial contra manifestantes es un abuso de poder. En el marco del estallido social de 2021, vimos cómo muchos de los abusos de las autoridades fueron subestimados o ignorados, a la vez que se intentó realizar montajes contra personas solo por estar protestando. Por fortuna, la justicia colombiana no se prestó para validar esa estigmatización. La mayoría de los casos fueron desestimados y la atención de las autoridades judiciales se concentró en donde sí había pruebas de malas prácticas. Una condena reciente muestra esta situación.
Marcela Ivone Rodríguez Parra, Johann Steven Sainea Rubio, Fernando Urrea Martínez y Sergio Andrés Pastor González acaban de ser condenados a 12 años y nueve meses de prisión. Se trata de una sentencia en segunda instancia, expedida por la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, que confirmó la condena que se conoció en noviembre de 2022. Para los magistrados, fue evidente que las personas cometieron los delitos de tortura y concierto para delinquir agravado. Un hecho en particular fue el motivo de la decisión. A un hombre acusado sin pruebas de ser infiltrado de la Policía lo amarraron de pies y manos y “durante dos horas le infligieron dolores físicos y psicológicos, con palos y maderas, y punciones con arma blanca. Lo cubrieron de pintura y lo rociaron con gasolina, amenazándolo con quemarlo vivo”, dijo el tribunal.
Los involucrados siguen negando su responsabilidad. El abogado Rubén Acosta, de la Primera Línea Jurídica, le dijo a El Espectador que “en medio de las protestas, curiosamente no capturaban a quienes cometían actos violentos sino a quienes tenían cierta visibilidad y les hicieron montajes judiciales con inflación punitiva”. Si bien hay casos documentados de lo ocurrido, en este particular no parece que sea esa la realidad. Dos instancias judiciales valoraron pruebas de planeación de ataques a la fuerza pública y a la infraestructura de todos los colombianos. Eso no es protestar.
Las heridas del estallido social siguen abiertas. A la par que millones de colombianos se manifestaron de manera pacífica, también ocurrieron hechos de violencia lamentables de lado y lado. Hemos dedicado múltiples editoriales a la responsabilidad de la fuerza pública, que cobró vidas, estigmatizó a los manifestantes y por momentos buscó quedar en la impunidad. La justicia, no obstante, no puede ser selectiva. Las personas que aprovecharon el caos para cometer delitos también mancharon la protesta pacífica y arruinaron los esfuerzos de tantos que estaban buscando elevar sus reclamos y ser oídos. Esta sentencia le apunta al corazón de ese dilema: saber que el derecho a la protesta está protegido bajo la Constitución, pero que no es una carta blanca para causar daños de forma caprichosa.
El mensaje de la justicia es elocuente. Otorga garantías procesales y defiende la presunción de inocencia, pero también es estricta cuando las evidencias se ponen sobre la mesa. Es lo que debe ocurrir en todos los casos, así como también debe ser vehemente cuando los procesos se construyan de manera inadecuada. La ley nos aplica a todos.
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