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El mes pasado, este diario denunció la muerte a tiros de esta contadora de la Fiscalía de Quindío y las amenazas que sufrió la abogada Lina Piedad Sierra Ariza. Esta última había entregado información sobre el complot que se fraguaba contra la jefa de la Unidad de Antinarcóticos de la Fiscalía, Ana Margarita Durán, luego de que se supo que narcotraficantes ofrecían $2.000 millones por su cabeza.
En el informe La Rochela: memorias de un crimen contra la Justicia, publicado en 2010 por el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, se denunció una cifra escalofriante sobre la victimización a funcionarios judiciales. Entre enero de 1979 y diciembre de 2009, se registraron hechos de violencia contra 1.487 funcionarios de la Rama Judicial, a lo cual se suman 22 ataques directos contra juzgados o instalaciones de la Fiscalía. Esto evidencia que cada semana es violentado en el país, por lo menos, un funcionario encargado de administrar justicia.
La agresión contra estos funcionarios afecta el funcionamiento del aparato judicial y su capacidad para llevar a buen término investigaciones importantes. Según María Mercedes Cuéllar, en su libro Colombia. Un proyecto inconcluso, los jueces son el segmento de la población que en Colombia se siente más amenazado por la violencia. Así, mientras que para la población en general únicamente el 27% de las personas temen esencialmente a los problemas de violencia e inseguridad, ese porcentaje alcanza el 60% en el caso de los jueces.
Una vez se hizo pública la amenaza contra la jefe de la Unidad de Antinarcóticos, el ministro del Interior y de Justicia, Germán Vargas Lleras, planteó un sistema de protección especial a jueces y fiscales amenazados. Sólo para recordarle al ministro: desde los 90 se están diseñando sistemas de protección que son anunciados después de algún hecho que logra ser denunciado por la opinión pública. La masacre de la comisión judicial de la Rochela o la retención y secuestro de una comisión constituida por 60 técnicos forenses del CTI, acompañada por 40 detectives del DAS, que se proponía realizar la exhumación de cerca de 60 cadáveres en varias fosas comunes de la zona rural del municipio de La Ceja, Antioquia, han generado intervenciones, sentidas y preocupadas, de diferentes ministros y funcionarios encargados, pero no se han traducido en cambios sustanciales en las políticas de protección a funcionarios judiciales y demás auxiliares de la justicia.
Memoria Histórica, de hecho, hizo una serie de recomendaciones en su informe sobre la masacre de la Rochela. Éstas no han sido oídas por el Gobierno, así como tampoco otras propuestas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la sentencia sobre el mismo caso. Para el Grupo, en los programas de protección se deben incluir, no sólo a aquellos funcionarios victimizados y testigos directos de atentados en su contra, y a sus familiares, sino también a aquellos familiares de funcionarios judiciales asesinados porque impulsaban procesos judiciales orientados al esclarecimiento y a la condena de los responsables de la muerte de sus seres queridos.
Vendría bien darnos cuenta, de una vez por todas, que cuando los jueces tienen miedo, no es posible dormir tranquilo, pues nadie tiene amparados sus derechos. Ojalá el Gobierno pase de las buenas intenciones al diseño e implementación de una política pública adecuada para la protección de jueces y fiscales, pero también para todos aquellos que como Clara Alicia Giraldo ayudan a la justicia.