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Dentro de todas las justas lecturas que produce la muerte de Mario Vargas Llosa, queremos concentrarnos en una que, tal vez, conversa con su discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura en 2010. “Este premio no me convertirá en estatua”, dijo el escritor peruano. Se refería a los proyectos que tenía por delante, a su interés por seguir participando en los debates más importantes del mundo contemporáneo. Así lo hizo. Sin embargo, al conmemorar su muerte, como el último gran nombre del “boom” latinoamericano, es inevitable preguntarse si figuras como él ya no son posibles en un mundo frenético y fragmentado por las redes sociales. Estamos viendo el final de una era, que hace años terminó y que poco a poco ha mutado en estatuas, cuando todavía no es muy claro qué vendrá.
La historia de Vargas Llosa es una de curiosidad intelectual y ferocidad narrativa. Sus libros son actos de protesta contra los abusos. Junto con Gabriel García Márquez y otros escritores de su época narraron los sueños rotos que produjeron las dictaduras de nuestra región, la desigualdad, la angustia de millones de personas que parecían excluidas de la historia universal. El estallido de la literatura latinoamericana fue una manera de exigir atención, de pedir que los ojos del planeta se posaran sobre territorios reducidos a los intereses geopolíticos de las potencias. Por eso Vargas Llosa, como nuestro propio Nobel, fue periodista, corresponsal de guerra, ensayista y escritor de columnas de opinión; su ficción iba acompañada del trabajo riguroso y disciplinado que exige la no ficción. En esencia, había una necesidad por entender lo que ocurría.
Vargas Llosa fue parte de una estirpe de intelectuales que se hicieron relevantes a punta de sus letras y sus ideas, su sagacidad y acidez. Cuando hablaba, se hacía escuchar. No fue un escritor impoluto, lejano de la realidad: se ensució con la política, aunque no le alcanzó para vencer a Alberto Fujimori; tuvo una vida personal escandalosa, por la que nunca ofreció disculpas; hasta su relación con Gabriel García Márquez terminó en un moretón enigmático. Evitó los lugares comunes, al punto que confundió con su progresismo moral unido a un neoliberalismo francamente conservador. Era un defensor de las libertades individuales, muy a pesar de muchas personas que quisieron instrumentalizar sus libros con otros fines. Hasta el final de sus días utilizó su influencia para hacerse pesar en los debates, para que sus planteamientos exigieran, por lo menos, una respuesta. Lo dicho: fue otro mundo. Esa segunda mitad del siglo XX, que se alargó estas primeras dos décadas y media del XXI, nos dejó referentes literarios e intelectuales de los cuales ya no se hacen. Es muy difícil, en el mundo de las redes sociales, de la fragmentación, de la polarización, que un novelista alcance el mismo nivel de influencia que tuvo Vargas Llosa. Y aun así, qué falta hacen esas voces, pues los problemas siguen siendo los mismos. Digamos que cambian las tecnologías y los rostros, pero los abusos de poder, la amenaza a las libertades y el desvarío autoritario que se aprovecha de la incertidumbre siguen siendo realidades tangibles. Personajes como Vargas Llosa servían como ancla. Así lo describió en El País Leila Guerriero: “Era tremendamente gracioso y educado y culto y divertido y contradictorio y hedonista y curioso, pero, sobre todo, alguien hecho de literatura”. ¡Lo extrañaremos!
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