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Y éste, con claro afán megalómano, decidió atrincherarse en el Palacio Liévano a levantar discursos incendiarios que, como el fallo, en nada ayudan a que se consolide una democracia sana en este país.
Ahí están pintados nuestros líderes, si es que la grandeza de ese término aplica. Así son. Que se serene el uno, que no crea que la indignación social se puede confundir con una ira colectiva peligrosa y dañina. Y el otro, que entienda que ya fue suficiente: el procurador Ordóñez, con esta decisión, colmó la paciencia de muchos sectores, y no sólo de sus críticos. Calculó mal. Creyó que podía seguir estirando la cuerda de su particular manera de utilizar el poder omnímodo de la Procuraduría para acabar con sus enemigos políticos o ideológicos, pero se le reventó. La democracia, por fortuna, cuando se abusa del poder hasta el extremo, como en este caso, pasa su cuenta de cobro. Y lo mejor que podría hacer, para evitarle más daños al país, sería abandonar prematuramente su segundo periodo.
Con toda seguridad, esa posibilidad ni siquiera pasa por su mente. ¿Y por qué, si ha hecho lo que ha querido y no ha tenido costos? Llegó a esta institución tan malsanamente poderosa con el apoyo de, incluso, quienes están en el otro extremo de su pensamiento: el propio Petro, el Partido Liberal... Y por si fuera poco, después de un primer período donde ya había sido patente el tamaño de su sinuosa utilización del poder para atacar minorías lejanas a su credo, beneficiar a sus copartidarios conservadores y ser implacable con sus contrarios, se presentó a la reelección y apenas un par, casi nadie, en el campo político se atrevió a oponérsele. Ni siquiera el Gobierno, que hoy mira atónito, le teme, y sufre de su empeño en echarle a perder el proceso de paz, fue capaz de proponer a un candidato fuerte en la terna de uno que terminó siendo la de Ordóñez. Inaudito. La institucionalidad del país rendida a los pies y a los caprichos de un malsano personaje.
Esa es la categoría de nuestra dirigencia, dedicada a la pequeñez de sus batallas personales. Porque este episodio es el más grave, mas no el único, de una larga lista de confrontaciones que no tienen otra característica que el egoísmo: ahí hemos visto al expresidente Álvaro Uribe trinando de la ira contra el gobierno de Juan Manuel Santos y a éste echando a la basura su karma inicial de “no pelear con Uribe”. O a los expresidentes Andrés Pastrana y Ernesto Samper, y de paso y por ellos, también a César Gaviria y a Horacio Serpa, recayendo todos en una pelea deplorable por hechos de hace 20 años. O a la contralora Sandra Morelli y el fiscal Eduardo Montealegre ventilando en público, más que sus reclamos jurídicos, el desprecio que se tienen mutuamente. ¿Y Colombia qué? ¿Se ha detenido alguno a pensar a dónde nos están llevando y cuáles son las consecuencias de sus particulares luchas políticas? ¿Puede alguno creer que sus batallas menores sirven para la construcción de un mejor país?
En momentos límites como este al que hemos llegado es cuando las sociedades deben demostrar su grandeza para corregirse. Bien han comenzado para detener el arbitrio. Pero para llegar a buen puerto necesitamos desarmar las almas y mandar al diablo los personalismos. Y en eso, ¡vaya si nos hace falta! Ojalá no sea demasiado tarde para concentrarnos y unirnos alrededor de propósitos comunes. El país lo merece.