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¿Y la Ley Antidiscriminación?

En septiembre de 2011 se discutía en el Congreso una iniciativa que recopilaba los intereses de varios grupos de políticos que buscaban representar a una población discriminada. Uno de los grandes problemas de la Colombia de hoy, en efecto, es la alta tasa de discriminación que sufren los grupos minoritarios. La diferencia se castiga, así sea en las formas más sutiles que uno puede imaginar. Va desde los “techos de vidrio” que impiden a las mujeres escalar en los cargos laborales, hasta los casos de las personas de raza negra que no pueden entrar a las discotecas a divertirse. Barreras que lucen muchas veces invisibles y, por ende, difíciles de probar.

El Espectador
08 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

El costo de pertenecer a una de estas poblaciones es muy alto y se suma a la ignorancia: alimentando las conductas aprendidas durante años por parte del agente discriminador o, muchas veces, incluso, por parte de la misma víctima.

La Ley Antidiscriminación (Ley 1482) constituía el tercer esfuerzo en línea para regular este difícil tema y cumplir, de una vez por todas, los pactos internacionales a los que Colombia está suscrita. Ejemplos de ello son los siguientes: la Convención de la ONU sobre discriminación racial, vigente desde 1981, o el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, aplicable desde 1968. Pero también nuestras propias autoridades nos lo han recordado: la Corte Constitucional en 2005 exhortó al mismo fin cuando se pronunció sobre la tutela que Johana Acosta presentó porque no la dejaron entrar a una discoteca de Cartagena, su ciudad.

Se trataba de una suma de esfuerzos (recordemos que las versiones de Senado y Cámara contenían tipos de discriminación muy distintos) que pudo ver la luz un tiempo después. Si bien desde este mismo espacio presentamos muchas críticas, lo hacíamos para que el debate fuera más nutrido. El régimen penal debe ser la última consecuencia para una conducta desviada. Mucho más cuando el producto de ésta es una relación social aprendida a través de los años, de las costumbres del entorno, del lenguaje, etcétera. El mensaje final al que apuntábamos entonces era discutir cuáles serían las medidas pedagógicas y cívicas que deberían tenerse en cuenta al margen de la cárcel. E insistimos en ello.

Sin embargo, la ley existe. Muchos pensaron en su momento que una norma de esta índole podría poner sobre los colombianos una cobija muy grande. ¿Hasta los actos y las palabras más inocentes supondrían castigo? Esa era la pregunta. Muchos de los críticos llevaban el contenido de la ley hasta el límite de lo absurdo, diciendo que todos íbamos a ir a la cárcel. La realidad terminó por demostrarnos lo contrario: nadie ha sido sujeto de esta ley. Pensábamos, de forma inocente, que los jueces serían los encargados de aplicar esta ley de forma razonable. Con criterios jurídicos que entendieran su espíritu y fueran aplicados en consecuencia.

Pero no. El día de ayer este diario publicó un revelador informe sobre la aplicación que ha tenido. Es nula, y eso preocupa. El abogado Germán Rincón Perfetti dijo que la Fiscalía no tiene ni una ruta de investigación ni la claridad conceptual para aplicarla. Al parecer, los operadores judiciales no tienen idea de cómo operar en un sistema jurídico antidiscriminación. Preocupa aún más cuando hemos visto a personas con cierto grado de relevancia arremeter contra poblaciones discriminadas sin consecuencias penales o sociales muy grandes.

La idea, de nuevo, no es meter a todo el mundo a la cárcel. Pero si de algo debe servir una Ley Antidiscriminación, que ya lleva un año vigente, es para generar discursos y realidades distintas a las que vivimos hoy en día. El entrenamiento de jueces y entes investigativos en el tema debe ser exhaustivo (sobre todo si la ley es muy amplia, como a veces es el caso), evitando que una disposición que podría resultar útil quede como letra muerta.

Por El Espectador

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