Como una profecía autocumplida, se está materializando lo que por años advirtieron los científicos. Olas de calor brutales y peligrosas abruman al hemisferio norte del planeta. Los incendios forestales siguen desplazando a comunidades enteras y arrasando millones de hectáreas de bosque. En lugares como Florida, en Estados Unidos, las temperaturas de la superficie del océano han superado el umbral bajo el cual el agua es segura para nadar. Ese es el telón de fondo con el que el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, se dirigió al mundo la semana pasada para advertir que “la era del calentamiento global ha terminado, la era de la ebullición global ha llegado”.
El término ebullición global, con toda su rimbombancia, parece una hipérbole, pero no lo es y habla tanto de la gravedad de la situación como de la frustración por la insuficiente respuesta mundial a la crisis climática. El consenso y la firmeza de la comunidad científica, que lleva décadas prediciendo y alertando sobre el rumbo que llevamos, contrastan con la inercia y la veleidad políticas. Las promesas vacías, las metas incumplidas y los récords históricos de emisiones de efecto invernadero son un duro recordatorio de que no hemos estado a la altura. Para rematar, las secuelas de la pandemia, la invasión rusa a Ucrania y la amenaza de una recesión económica han relegado un debate trascendental a segundo plano. Lo que parecen perder de vista los líderes mundiales es que el cambio climático tiene un precio económico cada vez más alto, además de los costos ambientales y humanos. El mundo tiene que sacudirse de su complacencia y enderezar el camino.
Pero, como sucede cuando suenan las alarmas, la urgencia no debe traducirse en parálisis, duda o resignación, sino en acciones decididas. Los gobiernos tendrán que tomar decisiones más drásticas y rápidas para poner en marcha los cambios que otrora podrían haberse adoptado gradualmente. En ese escenario Colombia, junto con otros países de la región, se encuentra en una posición particularmente vulnerable a los efectos de los fenómenos climáticos extremos que podemos esperar en adelante, pero también tiene el potencial de asumir un papel preponderante en la lucha contra el cambio climático. Reconocerlo ha sido uno de los aciertos del presidente Petro, con sus intervenciones en la arena internacional abogando por la justicia climática y el canje de deuda externa.
Empero, el ejemplo empieza por casa y las políticas ambientales y energéticas del Gobierno no van al mismo ritmo que la retórica del presidente. Colombia no se puede quedar cruzada de brazos esperando a que los países más desarrollados encuentren el sentido de urgencia que se les refundió todos estos años. El debate nacional se ha concentrado excesivamente en el papel de Colombia como productor de combustibles fósiles y no en reducir su propio consumo interno que va en aumento, en ponerle freno a la deforestación y en la necesidad inaplazable de mitigar los riesgos y las consecuencias que ya estamos padeciendo por los fenómenos climáticos extremos. El país está en mora de adaptarse a esta cruda realidad y serán indispensables grandes esfuerzos e inversiones en infraestructura para descarbonizar el país y volverlo más resiliente ante un panorama cada vez más hostil.
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