Educar y educarse

Héctor Abad Faciolince
14 de octubre de 2018 - 01:30 a. m.

Lo mejor de las marchas estudiantiles de esta semana —en defensa de la educación pública— es que nos hacen pensar en el sistema educativo ideal para un país como el nuestro. En un mundo globalizado e interdependiente como el de hoy, ningún país es una isla. Desde una perspectiva internacional, no solo nuestra educación es mediocre y anticuada: las mismas consignas de los estudiantes lo son, y los líderes políticos (sus faros y sus ídolos) que supuestamente los orientan, o que se hacen pasar como los dueños de estas marchas, están anclados a una concepción del mundo que no es la de hoy ni la del futuro, sino la de hace medio siglo.

Quizá el sistema escandinavo de educación básica y superior sea uno de los más exitosos del planeta. Acabo de estar en conferencias en Suecia y Dinamarca. También fui profesor invitado, hace poco, en la Universidad Libre de Berlín. Lo que caracteriza los sistemas nórdico y germánico es una cobertura total, gratuita y de gran calidad, desde el kínder hasta los 15 y 16 años. Esta es la educación universal obligatoria, y se financia gracias a un sistema de impuestos feroz: toda persona devuelve entre el 40 % y el 60 % de sus ingresos al Estado.

Hasta ahora los políticos responsables que ganan las elecciones en Dinamarca no son los que ofrecen bajar los impuestos, sino subirlos. Para los ricos, para la clase media y para los que tienen ingresos menores: para todos, si bien en proporciones distintas. No existe allá el populismo nuestro de amplios sectores que, más que exentos, están marginados: al no pagar impuestos, tampoco exigen lo que necesitan, y su lucha se parece más bien a la mendicidad: dennos algo gratis.

Allá, a partir de la escuela obligatoria, se sigue ofreciendo, no para todos, sino para quienes quieren y pueden (y cerca del 90 % de los estudiantes quieren y pueden), varios tipos de educación superior. Una vocacional (para oficios como plomería, agricultura, cuidado de ancianos, albañilería, etc.), y otras más académicas, bien sea con orientación humanística (lenguas, derecho, artes, sociología), o con dirección científica (medicina, ingeniería, ciencias exactas, informática, etc.). Según los deseos y las capacidades de los estudiantes, a partir de los 15 o los 16 años el bachillerato se orienta hacia los estudios profesionales, bien sea universitarios o de escuelas superiores de oficios. Estos no se dividen según la clase social o los ingresos, como aquí, sino según las aptitudes para el estudio y las condiciones intelectuales. Y al estudiante no solo no se le cobra, sino que se le apoya para que pueda seguir estudiando.

El tal bachillerato universal que tenemos acá, bastante mediocre y demasiado corto, dividido además en colegios privados para ricos e “instituciones educativas” para pobres, siempre orientado a unos supuestos estudios universitarios, ofrecidos muchas veces por horrendas universidades de garaje que no se merecen el nombre de Universidad, produce los peores efectos de mediocridad en la formación y frustración en los egresados. Muchos supuestos “doctores” salen con el cartón, con deudas, y sin ser aptos para casi nada. Se condena a muchos jóvenes a ser marginales e irrelevantes, es decir, candidatos perfectos para la rabia y el resentimiento.

Las universidades públicas en Colombia son gratuitas o casi gratuitas para los estratos 1, 2 y 3. Lo que les falta a los estudiantes más pobres, pero con condiciones académicas e intelectuales para completar brillantemente estudios superiores, es que los apoyen a ellos: en transporte, vivienda, alimentación, dinero para libros e internet. Más que a las universidades, habría que proteger a los buenos estudiantes. Y son ellos quienes, además de exigir educación, tienen que buscar educarse personalmente: saber qué quieren ellos y qué necesita el mundo actual. De lo contrario, en las profesiones del futuro, no van a ser ni siquiera explotados: van a ser marginales sin voz, sin trabajo y sin oficio: irrelevantes.

 

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