El bachiller

Lorenzo Madrigal
29 de julio de 2019 - 05:00 a. m.

Gran cosa es el título de bachiller en la literatura clásica española. Tanto que, entre nosotros, el propio Carlos Lleras Restrepo utilizó el seudónimo para sus comentarios políticos. Lleras, disfrazado con barbas y aparentando gran señorío intelectual, que le resultaba muy propio, dio en llamarse “el bachiller Cleofás Pérez”.

Hoy se ha tomado ese título, que es gran conquista de los jóvenes estudiantes, como algo de menos y distinción de burla para ofender a quien ascendió a la presidencia del Congreso, en representación del partido que ganó las elecciones, para mal y pesar de los oficialistas de la paz de Santos, tan atropelladamente concebida y ejecutada.

Este señor, un político de provincia, como han sido casi todos los que han llegado a las más altas posiciones, fue quien en su honradez desplegó el programa de gobierno en su día de instalación. Cómo no decir, más bien, que fue el nuevo mandatario el que se apartó del programa que la víspera venía representando y por el cual los electores habían votado. Nadie pretendía un desafío, pero sí la reivindicación de cuanto atropello venía cometiéndose contra la ciudadanía, trampeada en plebiscito, y contra la Constitución de la República, ella sí vuelta trizas por los oficialistas.

Ernesto Macías Tovar fue elocuente esa tarde agitada por un temporal fortísimo, por encima de los que son habituales al resoplo del páramo de Cruz Verde. Se había votado por un cambio y modularlo no era lo que correspondía al resultado electoral. El presidente Iván Duque, tomándolo de sus biografías, creció en el culto a Turbay Ayala, hombre a quien no quisiera demeritar en estas líneas, pero cuya forma y estilo era apaciguada y sinuosa en la conquista de sus propósitos.

Para enfrentar al expresidente Uribe, mentor del nuevo régimen, le cobraron a Macías, quien había hablado bajo su inspiración, todas las deudas de odio que han polarizado al país. Se le ha tomado como trompo de poner y se le da gran relieve a un banal disparate de la mesa directiva que dejó a las claras la intención de sacar del recinto al mandatario, luego de hablar ante las cámaras, para que no tuviera que escuchar la réplica a cada una de sus proposiciones, en un contrapunteo infantil e inútil.

No era su obligación —del presidente— quedarse ahí. La oportunidad para que la oposición expusiera lo suyo, en réplica, estaba dada y había sido dirigida a la nación, como es el propósito de la reforma política que la consagró.

No tiene mayor alcance que al presidente de la corporación se le escucharan frases coloquiales, sin mayor importancia, desde su alta posición que dirige y encamina las sesiones. Por tal razón las bancadas se la pelean y reparten neciamente por considerarla un relativo potencial político, de todos modos reglado por la ley, en cuanto a sus obligaciones esenciales.

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