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‘El beso de los invisibles’: la voz de una generación

Julián López de Mesa Samudio
18 de julio de 2013 - 12:17 a. m.

El lunes de la próxima semana comienzan a pintarse los muros de los túneles y puentes de la Calle 26 desde la Carrera 7ª hasta la Caracas en Bogotá.

Durante una semana, los más reconocidos artistas murales del país le darán color y vida a una de las zonas históricas, más transitadas y problemáticas de Bogotá; gracias a las obras de Transmilenio dicha zona ha venido siendo adecuada dentro del sistema de transporte público de la ciudad y la idea es que este punto neurálgico se convierta en una galería mural permanente para millones de personas que por allí transitan. La galería se convertirá en un hito visual de la ciudad (como otrora fuese la Nudobilia X de Ómar Rayo en la Avenida Caracas con calle 19) y quizás en una de las obras más representativas del nuevo y vital muralismo colombiano.

Hoy los bogotanos y quienes nos visitan somos testigos de este gran movimiento. Los grafiteros han ido rápidamente superándose y nuestro país y su cotidianidad es fuente de inspiración inagotable. En Colombia el grafiti ha mutado de un fenómeno desarticulado y relativamente llano, en todo un movimiento que por calidad, difusión, frescura y trascendencia social, nada tiene que envidiarles a los grandes movimientos muralistas mundiales.

El grafiti es la voz de toda una generación.

Las obras beben de muchas fuentes y amalgaman lo cotidiano, lo mundano —la moda incluso— con las vivencias de esta y cualquier ciudad, pero también con las emociones, los anhelos, las frustraciones, los principios, los valores y las ideas de una generación joven, espiritualmente muy alejada de la generación de sus padres. Algo que aún en ciertos círculos —cada día más limitados— es considerado vandálico, es una verdadera declaratoria de principios y la voz que reclama de los mayores una actitud diferente, acorde con los valores de una generación joven que exige respeto, dignidad, independencia, felicidad. Y lo hace cada vez mejor.

Una de tales obras —que será el grafiti más grande de la ciudad— representa un beso: El beso de los invisibles. El mural está basado en una fotografía en la que dos habitantes de la calle del Bronx, durante la visita presidencial de hace unos meses, casualmente y sin consideración alguna por la agitación general, se besan. Eso es todo: un instante que congela el tiempo y el espacio. Un beso, algo común a toda la humanidad, ha tenido y tiene tantas explicaciones que la mayoría de nosotros ha decidido vivir en la completa ignorancia acerca de los porqués. Un beso es un acto de fe; uno de los pocos que quedan. Intimo, único, rebelde, el beso es el triunfo de la intuición.

“El beso de los invisibles” seguirá vigente, pues aquellos que logran capturar ese instante con toda su transcendencia y su invisibilidad, desde Klimt hasta Einsenstaedt, nos inspiran y emocionan por siempre. Ni Toxicómano, ni Saint Cat, ni Vértigo —autor del mural—, grafiteros y colectivos reconocidos en el medio, nada tienen que envidiarle a un Banksy o un Shepard Fairey; me atrevo a ir más lejos: estamos en presencia de artistas y obras que en un futuro no muy lejano serán comparables con las de Pedro Nel Ospina, Ignacio Gómez, Diego Rivera y otros muralistas ya legendarios.

 

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