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El cuentista del campo

Columnista invitado EE
27 de abril de 2015 - 02:00 a. m.

Tierra y tiempo es a la vez una novedad, una curiosidad y un clásico en esta versión de la Feria del Libro de Bogotá.

Lo primero porque la editorial Animal Extinto acaba de lanzar este libro de cuentos de uno de los escritores míticos de Uruguay, Juan José Morosoli, aunque en nuestro contexto literario apenas lo empecemos a conocer.

Y es un clásico porque fue publicado por primera vez en 1959, dos años después de la muerte del autor, y hoy se reedita sin cambiarle una sola frase, solo con el agregado de un glosario para aquellas palabras que pertenecieron al vocabulario diario del campo, pero que con el tiempo se han ido perdiendo. De hecho, ese año le otorgaron, en forma póstuma, el Premio Nacional de Literatura al cuentista.

Morosoli tenía la habilidad de rescatar a los seres anónimos del campo y de las orillas de los pueblos uruguayos y los vistió con la grandeza de lo sencillo. Les recordó a los suyos el añejo sabor del mate, la tranquilidad de las chacras (fincas rurales) y la preparación tradicional de las achuras (vísceras a la parrilla).

La profundidad de sus personajes la construye a través de gestos tranquilos (“y lo había dejado solo... Más solo que antes, cuando era solo y no lo sabía...”), diálogos del día a día (“¿Y usté sabe lo que es dir a los lamentos y sin fumar?...”), alegrías mínimas y silencios (“era simplemente el silencio donde los dos fundían su amistad”).

De hecho, en su país fueron creados los Premios Morosoli para galardonar la cultura de Uruguay, aunque él seguramente hubiera respondido que no era literato “de lo cual Dios me libre y me guarde”, sino un “escribe papeles que pone en ellos un poco del drama de cada hombre humilde”.

Además de un “escribe papeles”, fue un caminante. Y así, andando, encontró los personajes de sus cuentos de Tierra y tiempo, como las “tres mujeres con el rostro sin sangre, sin vientre y sin senos. Tres tablas con hollejo de merino”, y a Arboleya “con su olor a grasa rancia, a creolina, su barba de veinte días, las alpargatas deshechas, los dedos pisando tierra”.

Justamente esas descripciones ennoblecían a todos esos seres huérfanos, casi condenados al olvido: “Era un ‘macanudo’, tirado al borde de la laguna negra cuando ya, el otro, sin dolores ni pensamientos, sólo tenía ojos que se prendían de las cosas, tratando de llevarlas hacia adentro, por llevar algo que estuvo en su vida”.

 

*Juliana Muñoz Toro

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