El daño público de la corrupción

Fernando Galindo G.
27 de julio de 2019 - 07:00 a. m.

Ganaría todo Colombia, como sociedad y como nación, si lograra sacudirse de la pandemia de la corrupción, que ha contaminado casi todos los estamentos de la estructura social. Es estremecedor constatar que, aun en la niñez, considerada ancestralmente como símbolo de la inocencia, se cometan acciones repugnantes, como lo acontecido recientemente en una comuna de Medellín, donde una madre relató que su hijo de siete años fue brutalmente abusado por sus compañeros de escuela.

La reflexión sobre la corrupción —como lo resalta Isabel C. Jaramillo, en su columna de SemanaLas emociones de la corrupción: el caso de Viviane Morales” (7-18-2019)— va más allá de que, en política, “es aprovechar bienes públicos en provecho propio”. Elabora acertadamente que, además de “la cantidad de delitos que cometan los servidores públicos en un país”, existe el “efecto de la percepción de corrupción”. Agregó que “el problema deja de ser uno de maldad individual y se vuelve uno de daño público medible y constatable”.

La percepción del Estado de corrupción quebranta gravemente no solo el bienestar de los ciudadanos y su orgullo de patria, sino el progreso y el desarrollo económico, a los que aludió el director del Banco de la República, refiriéndose a la polarización, que, en esta perspectiva, es otra manifestación de la corrupción, al anteponer intereses políticos individualistas por encima del bien común del país.

El presidente Duque y su Gobierno deben seguir liderando la campaña contra la corrupción, seleccionado cuidadosamente a los funcionarios estatales que, por sus antecedentes y actuaciones, contribuyan a generar confianza en las instituciones. Ha obrado con prontitud ante las denuncias de posibles falencias en las Fuerzas Armadas, al renovar la cúpula militar y suspender a oficiales comprometidos en delitos.

Esta lucha sería ineficaz si no se cuenta con un aparato de justicia en el que los jueces, magistrados y fiscales infundan respeto. El llamado “cartel de la toga” ha producido, como el que más, la percepción en la ciudadanía del Estado de corrupción. También han contribuido al descrédito de la rama Judicial las actuaciones equívocas de los últimos fiscales: uno, por desviar la investigación de la Contraloría sobre Saludcoop, con el agravante de haber actuado como abogado del director de esa EPS, y otro por haber estado vinculado a una de las empresas comprometidas con Odebrecht en la Ruta del Sol.

A este respecto, la Fiscalía del Perú se ha erigido como un ente ejemplar anticorrupción para América Latina, al haber enjuiciado a cuatro expresidentes, por sus nexos con la contratista brasileña. Lo mismo esperamos los colombianos que ocurra en nuestro país, con los funcionarios implicados en las fechorías de esa empresa.

La rama Judicial le debe a la ciudadanía la demostración de su capacidad de autocorrección y la decisión de escoger magistrados que estén revestidos de la dignidad que le devuelva el respeto a la justicia colombiana.

La terna para fiscal que seleccione el presidente Duque puede ser la decisión que garantice la viabilidad institucional de Colombia.

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