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El día en que “todo” cambió

Arlene B. Tickner
11 de noviembre de 2009 - 04:22 a. m.

La mayoría de mi generación coincidió con la presidencia de Ronald Reagan y los últimos años de la guerra fría. 

Su gobierno buscó reestablecer la hegemonía estadounidense a nivel internacional, luego de que bajo el mandato de Jimmy Carter habían triunfado dos revoluciones en Nicaragua e Irán, ambas con fuertes tintes anti-americanos.  Y se refería a la Unión Soviética como un “imperio del mal” frente al cual había que desplegar una “guerra de las galaxias” para proteger al mundo de la amenaza comunista.

En el caso mío, el conflicto bipolar no adquirió un significado concreto con el discurso mesiánico de Reagan, ni con los libros de historia o ciencia política, o el contacto con Europa, sino con mi llegada a América Latina.  Para el gobierno estadounidense, Centroamérica se había convertido en una vitrina estratégica de su política anticomunista.  Mientras que su injerencia militar y política no era tan palpable en Colombia como lo es ahora, en países como Nicaragua, El Salvador y Guatemala ésta impregnaba el aire.

Sobre el escándalo Irán-contra aprendí en Nicaragua.  Los contras nicaragüenses, que Reagan acostumbraba llamar “el equivalente moral de nuestros padres fundadores”, aterrorizaban a la población. En la zona fronteriza con Honduras, que ellos custodiaban y desde donde recibían dineros ilegales de Washington, muchos lucían más como asesinos a sueldo o narcotraficantes que “luchadores de la libertad”.  En Guatemala el Ejército, entrenado por Estados Unidos, realizaba “limpiezas” sistemáticas que culminaban en la destrucción total de aldeas consideradas simpatizantes de la guerrilla y el asesinato de sus aldeanos indígenas.

En diciembre 1989, luego de la caída del muro de Berlín, los regímenes socialistas de Europa del Este comenzaron a caer como una casa de naipes. Mientras que en Estados Unidos se observaban los hechos con la usual distancia y prepotencia —y Reagan era aclamado como su artífice—  nosotros los vivimos desde Paris, en donde la ciudad entera se contagió del cambio repentino en Europa, que tan solo unos meses antes había sido inimaginable. El año nuevo gente de todo el mundo cantaba en las calles parisinas, lloraba y se abrazaba.  En las discotecas latinas, hasta los inmigrantes se olvidaron por una noche su condición de ciudadanos de segunda clase.  Y para mi generación, se abría la esperanza de que el mundo y el papel de Estados Unidos en él fueran distintos.

Hace 20 años “todo” cambió.  Pero nunca antes una promesa tan grande de cambio arrojó tan poco para la mayoría de los habitantes del mundo.  La democracia liberal occidental y el capitalismo, proclamados por Fukuyama como el “fin de la historia”, no solo no han dado frutos sino que han sido contraproducentes.  La pobreza y la desigualdad siguen rampantes.  El medio ambiente se destruye.  Y en algunos países del norte el fantasma de la guerra fría resucita ante fenómenos como el terrorismo y la migración.

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