El discreto retorno del Chacal

Eduardo Barajas Sandoval
21 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

Como tenue sombra, volvió del pasado el “revolucionario profesional” que hace cuatro décadas  hizo temblar a Occidente.

Después de haberlo condenado hace catorce años a prisión perpetua, el 13 de marzo de 2017 la Justicia francesa hizo comparecer otra vez a Ilich Ramírez Sánchez para que responda por lo que sería de pronto el menos espectacular de sus actos terroristas: el asalto con una granada de mano a la Droguería Publicis, que el 15 de septiembre de 1974 dejó dos muertos y más de treinta heridos en el Barrio Latino de París.

A diferencia de su primer juicio, al que llegó luego de su captura en Sudán y de haber sido llevado a Francia amarrado y sedado por un comando de fuerzas especiales, en esta ocasión salió de la cárcel para ser trasladado al Palacio de Justicia en tono menor, sin suscitar la expectativa ni la curiosidad de aquel momento en el cual su comparecencia ante un tribunal constituyó noticia que le dio la vuelta al mundo.

La más osada de las actuaciones del más famoso y temido terrorista del siglo XX tuvo lugar en  los días anteriores a la navidad de 1975, cuando irrumpió en la sede de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, en la capital austríaca, al mando de un grupo que, luego de asesinar a tres personas de rango menor, mantuvo como rehenes a varias decenas de asistentes a una reunión dentro de las cuales se encontraban once ministros de petróleos. La operación, posterior a la tragedia del asalto de “Septiembre Negro” y el asesinato de los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich, terminó de manera distinta, en la medida que Arabia Saudita accedió a pagar cincuenta millones de dólares al Frente Popular para la Liberación de Palestina. Los asaltantes se fueron con sus rehenes hasta Argel, donde los liberaron. Después lograron desaparecer para convertirse en la peor amenaza terrorista oculta de esa época.  

Hijo de un excéntrico marxista venezolano, que le puso uno de los nombres del fundador de la Rusia Soviética, parece que Ilich hubiera entendido esa idea de su padre como un llamado del destino a ejercer un nuevo tipo de acción depredadora, en calidad de contradictor del bloque occidental de la Guerra Fría. Procedente de un país que para nada figuraba en el panorama internacional como fuente de acciones violentas, y en lugar de buscar protagonismo dentro de la izquierda venezolana, terminó por marcharse a la Universidad de la Amistad de los Pueblos, la legendaria Patricio Lumumba, en Moscú, de donde fue expulsado por indisciplina.

Fue después de su frustrada aventura universitaria cuando orientó su vida a la lucha armada y, luego de un tiempo de entrenamiento en Jordania, terminó siendo miembro del FPLP y animado por la obsesión de combatir a muerte el sionismo. Por ese camino resultó en pocos años convertido en un letal actor de la guerra terrorista que sacudió al mundo en las décadas de los setenta y los ochenta, hasta convertirse en el personaje más temido y más buscado del mundo. Para entonces ni siquiera se le conocía por su nombre inventado, Carlos Martínez Torres, sino por la tremenda denominación de “el Chacal”, que le atribuyó un periódico inglés luego de que, en algún allanamiento, se descubrió que leía la famosa novela El día del Chacal de Frederick Forsyth.

La lista de sus acciones, y de las noticias que formulaban conjeturas sobre su existencia, su identidad, su presencia en uno u otro lugar y sus posibles intenciones, fue armando una leyenda, alimentada con diversos golpes, reales o presumibles, consumados o frustrados, que se le atribuyeron. Hasta que, luego de muchos años de misterio, se dice que las autoridades de Kartoum, “debidamente sobornadas”, lo entregaron para que fuera juzgado, y condenado a cadena perpetua, por la muerte de dos policías, en un incidente cinematográfico, cuando trataron de capturarlo en la capital francesa y pudieron probar en carne propia su fiereza.

Al llegar, acompañado de su abogada y esposa, en marzo de 2016, a un nuevo juicio por un hecho anterior a sus golpes más sonados, el Chacal de sesenta y siete años se quedó añorando la espectacularidad que las noticias en torno suyo llegaron a tener en otros tiempos. Su presencia no produce ya el impacto de entonces. Su destino a muy pocos les importa, en estos días llenos de sucesos que desaparecen en cuestión de momentos gracias a un flujo copioso de información que no tiene campo para acciones sucedidas hace tanto tiempo, cuando solo los mayores de sesenta años recordarán esa fotografía suya, con lentes oscuros y gesto indescifrable, que infundió miedo y repulsión en la época de un terrorismo que palidece frente al reto que ahora han significado Al Qaeda y el Estado Islámico.

Las acciones del Chacal pueden parecer, a los ojos de los jóvenes de hoy, como aventuras de un romántico iluso y despistado, convencido de que sería capaz de doblegar el orden internacional de la Guerra Fría con una lógica que no alcanzaba a entender lo rígido de un sistema internacional de equilibrio que las grandes potencias cuidaban por encima de aquellos incidentes de los que fue protagonista. Pero, sobre todo, su acción depredadora no evoca más que el recuerdo de un tipo de terrorismo muy diferente del que en nuestros días ha surgido de plataformas políticas, militares, estratégicas, e inclusive publicitarias, de alcances insospechados hace medio siglo. Terrorismo que ve multiplicadas sus posibilidades de acción con la presencia de gobernantes díscolos, sociópatas, ignorantes y despistados, que juegan con las palabras e ilustran con lanzamientos de cohetes sus intenciones de hacer otra vez del mundo un campo de pruebas de fuerza que no deja lugar para una verdadera coexistencia pacífica.

 

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