El discurso de la (des)unión

Mauricio García Villegas
03 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.

El martes pasado, el presidente Donald Trump pronunció su primer discurso del estado de la Unión. Fue una exhibición de desdeñosa vanidad, calculada para motivar la sensiblería de televidentes de culebrones y realities, que es donde Trump tiene sus bases electorales más fuertes. Más de la mitad del tiempo transcurrió en aplausos (de los republicanos) y en alusiones a invitados especiales, presentados por Trump como víctimas del terrorismo, de la inmigración ilegal o del Estado regulador. Después de haber visto los discursos de Barack Obama, la idea de decadencia me viene inevitablemente a la mente.

Trump dijo lo que se esperaba. El columnista del New York Times Roger Cohen hizo un buen resumen de ese contenido con las siguientes seis palabras: machista, militarista, racista, nacionalista, mezquino y desafiante. En lugar de unir a la nación, como se espera en estas ocasiones, sus palabras ahondaron las divisiones. Y es que Trump está menos interesado en lograr armonía entre demócratas y republicanos, que en alimentar el odio contra todo aquello que se oponga a la idea de la superioridad natural de los Estados Unidos y de su dirigencia blanca, protestante y masculina. De la dimensión de ese odio depende el futuro de sus políticas bélicas, discriminatorias y patrioteras.

En medio de toda esta palabrería (tan peligrosa como insulsa) hay dos ideas que me llamaron la atención. La primera es la siguiente: “Aquí sabemos —dice Trump— que la fe y la familia, no el gobierno ni la burocracia, son el centro de la vida de los estadounidenses. Nuestro lema es: en Dios confiamos”. ¿Qué pasa entonces con los no creyentes? El porcentaje de personas que no siguen una religión (23 %) es ahora el segundo porcentaje más alto, después de los evangélicos (de 25 %), y es el que más crece de todo el panorama religioso. ¿Son estos menos dignos de sentirse estadounidenses? Por supuesto que no.

Pero tal vez lo que más sorprende de esta afirmación es que ella va en contravía de lo dicho por los llamados “padres de la patria”. Me refiero, entre otros, a Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson y James Madison, los inventores del federalismo, el presidencialismo, el sistema de pesos y contrapesos y, en general, de la idea de gobierno como una institución indispensable para mejorar a la sociedad y a la gente que la compone.

Lo segundo que me llamó la atención es esto: “Si usted trabaja duro —dice Trump—, si usted tiene confianza en sí mismo y cree en los Estados Unidos, entonces usted puede soñar todo, y entre todos y juntos podemos alcanzar todo”. No es la retórica barata de la frase lo que me impresiona, sino el hecho de que se trata de una variación de una frase pronunciada por Bill Clinton en 1993 y luego repetida muchas veces por Barack Obama. La frase de Clinton es esta: “Si usted trabaja duro y sigue las reglas de juego, puede tener la oportunidad de conseguir lo que quiera”. Trump no solo degrada la construcción retórica de la frase, sino que elimina la expresión “y si usted sigue las reglas de juego”, con lo cual subestima, una vez más, el derecho y las instituciones que tanto defendieron los padres fundadores.

Hay una sintonía muy fuerte entre creer, por un lado, que el fundamento de toda sociedad viene de Dios (no de un pacto social) y, por el otro, ser pendenciero, discriminar a los que son diferentes, creer que se pertenece a una nación elegida y subestimar las reglas de juego. No es que lo uno necesariamente lleve a lo otro, es que ambas cosas tienden a juntarse y, en el caso de Trump, se juntan de maravilla.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar