El exilio interior

Héctor Abad Faciolince
17 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

Para el escritor (y en general para el artista y el intelectual) hay una tensión constante entre la realidad y la fuga de la realidad. Si uno está jalonado por la realidad, por ejemplo, en este momento tendría que escribir sobre la crisis de Hidroituango o sobre la catástrofe venezolana, sus efectos y sus posibles soluciones. Pero un matemático, un poeta, un músico, incluso un novelista como yo, siente ambos impulsos: por un lado la tentación de dedicarse exclusivamente a su oficio (demostrar una conjetura, hallar un verso o una melodía, contar una historia con el ritmo y las palabras precisas), refugiarse en la torre de marfil, huir de la actualidad, o meterse en el pantano, hundirse en el tráfago, ensuciarse en las discusiones furiosas sobre cómo generar electricidad o cómo deponer a un tirano.

Si siguiera la coyuntura hoy escribiría para defender la memoria de don José Tejada, un gran ingeniero nacido en Risaralda, que fue el primero en hablar del potencial hidroeléctrico del cañón del río Cauca en jurisdicción de Ituango. Sus visitas a la zona y su proyecto visionario tienen más de medio siglo, y cuando hoy los recién llegados a la historia (y a la histeria) afirman que este proyecto de EPM tiene que ver con las masacres de los paramilitares, o que su propósito es simplemente fruto de la arrogancia y el interés de despojo de empresarios antioqueños depredadores, uno no puede más que sentir desprecio por la ignorancia y la malevolencia de quienes ven en toda acción humana propósitos mezquinos e intereses de lucro. Los que hoy piden desmontar a Hidroituango, y proponen paneles solares en los Llanos y molinos de viento en la Guajira, lo único que hacen es exhibir al mismo tiempo su ignorancia y su manipulación política de la crisis y de los posibles errores de Hidroituango.

Ese es el jalón de la realidad, que incluso a quienes queremos escribir novelas nos llama. Pero hay un impulso opuesto que nos lleva a alejarnos de las discusiones estrechas e insultantes de las redes sociales, de las mentiras y las medias verdades de los escandalosos, para refugiarnos en una especie de exilio interior donde lo que interesa es tocar el instrumento que la naturaleza nos dio. La música interior.

A propósito de esto, en la última edición de The New York Review of Books, hay un breve ensayo que, partiendo de la experiencia soviética de los escritores, intelectuales y artistas obligados a vivir dentro de los límites de un cierto territorio, y con la prohibición explícita de participar en política, nos da una lección de las ventajas del exilio impuesto por una tiranía, que luego se refleja en las ventajas creativas de una migración hacia dentro de uno mismo. En este ensayo se le encuentra al confinamiento de científicos y artistas, a esta condición, en principio horrenda, de libertad restringida, grandes ventajas para la vida de creación y para la paz interior.

Para quienes no sufrimos de claustrofobia, sino más bien de claustrofilia, y disfrutamos el encierro, para quienes admiramos la opción de vida contemplativa por la que optan algunos monjes (da igual si budistas, ortodoxos o benedictinos), el mundo contemporáneo, la democracia falsa creada por las fake news y la crispación y rabia incontenible de las redes sociales, con su manía por la actualidad y su ira cotidiana, son un acicate para alejarse, para apartarse, para refugiarse —como decía León de Greiff— en una torre personal, envueltos en una “toga de asbesto” que nos proteja de las rabias, de la necedad de los amargados, de la estultez, del elogio indigesto…

Cuando la vida se nos esfuma en peleas y negocios sin sentido, en palpitaciones de rabia y descargas de adrenalina que suben la tensión arterial, hay un llamado sensato hacia el exilio interior. Y si la discusión es sobre la ropa de una señora, o especulaciones delirantes sobre una foto, las ganas de refugiarnos en el propio mundo son un remedio: la mejor tentación, alejarse del mundanal ruido.

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