El fin de la representación

Nicolás Uribe Rueda
21 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.

Colombia atraviesa por una clara y concreta crisis de representación. No sólo las encuestas, que ponen en el sótano de la favorabilidad a las corporaciones públicas, así lo advierten, sino que también hay indicios graves de que los ciudadanos están buscando alternativas para acceder al poder o tramitar sus preocupaciones por vías alternas, y como consecuencia de la falta de credibilidad, competencia y eficacia de los poderes constituidos y de los hombres y mujeres públicos que los integran y lideran.

Por esta razón los partidos no tienen candidatos y los candidatos no tienen partidos. Cada vez con más frecuencia se apela a plebiscitos, consultas, referendos y constituyentes para precisamente brincarse a los poderes constituidos, de los cuales se presume no estarán a la altura de las demandas ciudadanas. También, las cortes asaltan de manera ilegítima la facultad de legislar e interpretar las normas y los ciudadanos recurren a procesos colectivos de bloqueo que buscan confrontar a concejos municipales, asambleas, policías antinarcóticos o cualquier autoridad que pretenda hacer cumplir la ley o se oponga a sus instintos naturales. Como están las cosas, una protesta tuitera puede revocar una licencia ambiental, una consulta, prohibir actividades lícitas, un cabildo puede quitarle las armas a la fuerza pública y un grupo de campesinos evita con éxito la erradicación forzosa de la coca. Todo en contra de la ley, de la verdad científica y de la conveniencia pública.

Estamos en una crisis de representación porque las instituciones se esmeran en lograrlo. El primer lugar en el orden de desprestigio lo ocupan, por supuesto, los políticos; aunque el sistema de justicia hace méritos para pronto desbancarlos. A partir de los acontecimientos de Tumaco, instituciones como la Policía contribuyen en ese propósito de desprestigio de manera acelerada, y, valga la verdad, los medios de comunicación y el sector privado tampoco aportan mucho a poner cada cosa en su lugar. En resumen, el Estado en su conjunto es insolente, parece no tener sentido de urgencia, ni rumbo, ni estrategia y, presa de su incompetencia, empieza a caer en las tentaciones populistas que le ayudan por épocas a superar la calentura, pero nunca curan sus debilidades. Como decía Ortega y Gasset hace ya casi 100 años: “Cuando nos quejamos de la insinceridad electoral y buscamos corregirla, pensamos en los tribunales, pero al punto nos sale al paso la insinceridad, no menos grave, de éstos, y así sucesivamente. Busca con los ojos el español (el colombiano en nuestro caso) una institución saludable que emplear como instrumento para la purificación y vivificación de las otras. Sus ojos se deslizan de ésta en aquella sin que ninguna le prometa buenos servicios. Todas le parecen anquilosadas, cuando no podridas”.

Es poco probable que la campaña electoral sirva para plantear soluciones a la altura de las circunstancias. Si seguimos como vamos presenciaremos el fin de la representación y su sustitución por una parainstitucionalidad, que por más comunitaria que parezca no es cosa distinta a la anarquía. Y de la anarquía no viven los Estados de derecho, aquellos que actúan en el marco de la ley y se esfuerzan para garantizar las libertades personales.

@NicolasUribe

 

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