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Un grito de amor desde el centro del mundo es el título tan feamente explícito que hasta transcribirlo da pudor de la novela de Kyoichi Katayama que se ha convertido en un best-seller internacional.
En Japón ha vendido tres millones de ejemplares, y en España 15000 en una semana. Si bien su mérito literario es poco, la obra es interesante en tanto que invita a preguntarse qué hace que la representación asexuada de los adolescentes japoneses resulte emocionante para tantos lectores alrededor del mundo.
La novela cuenta la historia de un muchacho y una muchacha de quince años que se hacen novios en el colegio y viven su casto romance hasta que la tragedia los separa. Gira en torno a la idea de que el amor es un sentimiento “puro” que pueden sentir por igual el abuelo y el nieto, que sobrevive al paso del tiempo y a la muerte, etc., etc. Sin embargo, cualquier lector perspicaz se dará cuenta de que lo que lo arrastra a través de las páginas no es la curiosidad con respecto a la naturaleza del amor sino la curiosidad (hábilmente prolongada por la recurrencia de un flashback interrumptus) sobre cuánta ropa y qué eufemismos se usarán cuando los adolescentes se atrevan finalmente a tener relaciones sexuales, si se atreven.
La prosa (al menos en la traducción) es económica y resuelta. El diseño de la trama es elegante. Las palabras parecen objetos bien distribuidos en un pabellón japonés de los que uno ha visto en el cine, y es inspirador el sosiego atento con que se leen. Pero no sólo en ese sentido el libro se apunta al buen recibo que “lo japonés” tiene en occidente. También lo hace de una manera menos sutil: antes de que empiece el desenlace, ya los personajes han comido sushi y anguila, han tomado saque y sopa de miso, y han practicado el kendo; ya han aparecido un santuario, unos monjes, una cita sapiencial, un cuento del Monogatari, un cultivo de perlas, una alusión a los kamikazes y un tejedor de tatami; ya se ha explicado la fusión de la “l” y la “r” en la fonética japonesa, y ha relucido, con toda su solemnidad, la palabra “inmemorial”.
Es probable que hacia el final del libro uno llore mucho, con esa mezcla de histeria, masoquismo y entrega a la manipulación sentimental con que ha llorado por el sufrimiento infantil de dibujos animados japoneses como Heidi y Marco. En fin, la lectura del libro es una especie de turismo sexual muy light y muy solapado.
