“El asesinato de un ciudadano japonés por un miembro activo de la Policía Nacional es un crimen que nos avergüenza a todos los colombianos”. Con estas palabras el entonces presidente César Gaviria condenó el asesinato de Tsuyoshi Mokuda y ofreció excusas al Japón. Claras palabras, crimen y asesinato.
Al referirse al asesinato de Javier Ordóñez, el presidente Duque dijo: “Hechos que generaron dolor como la situación dolorosa que le ocurrió a Javier Ordóñez. Sabemos que ese hecho ha generado profunda indignación, pero hemos visto la actitud gallarda y rápida por parte de nuestra institución policial con instrucción muy clara para que este hecho se aclare con velocidad...”.
Llamar “hechos que generan dolor” a la tortura y el posterior asesinato a sangre fría y en condición de indefensión, y no crimen o asesinato con alevosía, es tratar de esconder la realidad. Decir que a Ordóñez “le ocurrió una situación dolorosa” es minimizar un delito grave; no le ocurrió una situación dolorosa, lo asesinaron a sangre fría. Si Duque quería reducir la previsible indignación por este atropello despiadado realizado por un miembro de una institución de la cual el presidente es el jefe supremo, no pudo escoger peores adjetivos para minimizar el homicidio; no era el momento de congratular a la Policía Nacional por su “actitud gallarda”. Esta declaración inicial ayudó a caldear los ánimos. Dos días después, trató de rechazar el asesinato, sin mencionar a los otros trece muertos.
Ha sido política tradicional del Centro Democrático creer que, cambiando los nombres a los delitos, estos desaparecen o se vuelven menos letales. Asesinar a un grupo de personas es una masacre, así el Gobierno crea que llamándola “homicidio colectivo” deja de ser masacre. Ni siquiera emplea la expresión “asesinatos colectivos”, pues en el homicidio no concurren las circunstancias de alevosía o ensañamiento.
Durante la primera etapa del gobierno de Álvaro Uribe se produjo la más aterradora y masiva violación a los derechos humanos: el asesinato, realizado por integrantes activos del Ejército Nacional, con premeditación y alevosía, de cerca de 10.000 personas, no combatientes e indefensas, a quienes vistieron con uniformes de la guerrilla para asesinarlas a mansalva y presentarlas como trofeos de guerra, para lograr beneficios económicos, permisos y felicitaciones, y saciar la sed de sangre. Llamarlos “falsos positivos” no disminuye la gravedad de este terrible accionar. Hay que recordar que la directiva 29 del 2005 del Mindefensa estimuló este execrable delito, que el comandante supremo de las Fuerzas Militares en ocasiones justificó con frases como: “No estaban recogiendo café”, y trató de ocultar con frases del tenor de: “Más que falsos positivos son falsas denuncias”.
Parecería que el Centro Democrático aprendió del jefe de propaganda de la Alemania nazi, quien empleaba eufemismos para referirse a crímenes de guerra. “Solución final” fue el nombre que le dieron al genocidio de más de seis millones de judíos.
La guerrilla del Eln no ha escapado a esta inmoral política. El atentado a la Escuela de Cadetes es un acto terrorista, no es una acción militar. Los estudiantes no estaban desarrollando acciones bélicas. El reclutamiento de menores de edad en la guerrilla de las Farc es un crimen de guerra y no una “extracción” voluntaria de niños que buscaban un mejor destino.
El lenguaje preciso es necesario para llegar a la verdad.