Iván Duque subió las escaleras del atril en la Asamblea General de las Naciones Unidas para informar a la comunidad internacional de los progresos de un país paradisiaco: su discurso, plagado de lugares comunes y chapucerías solemnes, fue uno más de los comunicados de distorsión orquestados por el jefe de comunicaciones de palacio, Hassan Nassar, para matizar las alarmas del mundo ante la evidente destrucción del Estado de derecho por el Gobierno que asesora. Sabe, como buen maquillador y técnico en eufemismos y distracciones, que las cifras y los números de las masacres sistemáticas no podían ser el centro de su informe; que los crímenes de las fuerzas del orden contra las manifestaciones desbordadas por la desesperación y el espanto no podían revelarse con los detalles escabrosos de los últimos meses, y que el caso judicial del caudillo feroz, mentor y jefe supremo del dogma de la guerra en Colombia, no podía evidenciarse con las bajezas de sus ataques a la Corte Suprema para eludir su sentencia. El Método Nassar para amortiguar la brutalidad y la mentira de las políticas del uribismo consiste únicamente en invertir radicalmente la realidad y adornar discursos con la virtud de un lenguaje políticamente correcto y con los suspiros de la retórica que los puede salvar de las promesas incumplidas.
Todo lo que pronunció Iván Duque en la Asamblea de la ONU es falso: su elocuencia sobre el medio ambiente ocultó la promoción interna a los avances de la megaminería en Santurbán y las tierras arrasadas del Amazonas por despojadores y ganaderos sin control en las zonas donde hace ausencia el Estado desde siempre, sin que nunca le haya interesado el exterminio, salvo para permitir mayores concesiones a las petroleras del mundo por sus bonos exclusivos. No podía revelar, tampoco, el retroceso en derechos humanos y la estigmatización peligrosa contra todos los representantes de la oposición, la dinamita cargada entre el proceso de paz, el negacionismo del conflicto, de los muertos y las víctimas y la utilización de las donaciones del exterior en programas de entretenimiento y alteraciones desesperadas de una imagen destruida por su propia soberbia.
No contento con el espectáculo de la mentira pública, Hassan Nassar insiste en sostener informes de gestión sin tacha en todos los espacios posibles: el programa vespertino en televisión sigue siendo un canal de posverdades insufribles, y los billones asignados a los recursos de la emergencia siguen sobrevolando una estratosfera desconocida de inversión mientras los pequeños empresarios se asfixian en la marginación de los programas económicos que nunca llegan. Nassar parece haber extendido también su método de comunicación estratégica a todos los ministerios y a los despachos del entorno presidencial. Carlos Holmes Trujillo sigue allí, hipnotizado con sus propios discursos y sus nostalgias paternales mientras su nombre arde entre el desprestigio y el horror, y los muertos siguen cayendo a los despliegues de su sombra. Carrasquilla sigue informando con datos y cifras extrañas el futuro sublime de este territorio de equidad y bonanza, y el alto comisionado para la Paz, Miguel Ceballos, sigue informando que la causa de todos los males es la paz firmada entre los enemigos.
Duque bajó las escaleras de la Asamblea General de la ONU sonriendo. Sabe que el país que gobierna se despedaza entre la infamia, el saqueo y el engaño, pero ha cumplido con su deber para el momento: la lectura de un guion que le ayuda a maquillar su deshonra.