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El moralismo como política

Cristina de la Torre
15 de junio de 2010 - 03:07 a. m.

MUCHO VA DE LA TEORÍA A LA PRÁCtica.

Botón de muestra, la efímera ilusión de los Verdes, que se ofrecen como democracia “deliberante”, sin partidos, para que ciudadanos cultos, puros, racionales, cambien argumentos civilizadamente, en un país de menesterosos, que no van a la universidad ni al psicoanalista, pues han de batirse en el diario desafío de sobrevivir. La erguida protesta de millones de colombianos contra la corrupción desbordada de estos años, amenaza diluirse por obra de un régimen que seguirá trabajando para sí, mediante el bien montado aparato de políticos que llevan a las urnas a la contraparte de la “decencia”: los votos contaminados,  clientelistas, pecaminosos, premodernos de Familias en Acción y Madres y Guardabosques en Acción y Viejitos en Acción (que ya anuncia Juan Manuel). Hay en esta Ola excluyente quienes ignoran que los propios sufragantes del uribismo son las primeras víctimas del gran Dador que les dispensa migajas del presupuesto oficial, como larguezas suyas y no como derechos. Pero el mayor enemigo de la Ola Verde es ese hálito de indignación moralizante que los más vociferantes entre ellos despliegan. Y el ingrediente religioso, ¡ay! Si al moralismo elevado a la categoría de política se agrega la sacralización de la ley y de los recursos públicos, ya podríamos ver a la promotora de la cadena perpetua contra abusadores de niños vestida de cartuja lapidando adúlteras al lado del Procurador que no despacha con los códigos sino con la Biblia.

Y es que Mockus ha cambiado. Abandonó el espíritu cívico de su pasado y ahora se propuso rescatar la ética pública desde las honduras de la culpa y el arrepentimiento, de cuya impronta religiosa se libró hace siglos el Estado laico. “Aquellos que quieran corregir su camino”, (serán los únicos en merecer alianza con los Verdes), declaró el 20 de abril. Nadie calificó. Ni el Polo, ni el progresismo liberal. Nada que oliera a partido. Los escogidos vendrán del abstencionismo y de otras filas pero, eso sí, nada oficial.

En la moda —ya pasada— de la antipolítica, Mockus asimila partido a clientelismo y corrupción. Y ésta es otra arista de su inmaculada democracia deliberante. Heredero tardío del espíritu antipartido de los constituyentes del 91, le disputa a Uribe el terreno de una sociedad sin colectividades políticas o reducidas al puro cascarón. Una sociedad desactivada, pasto del liderazgo personalista. “El voto libre, de opinión, ha dicho, puede decidir el rumbo del país. La democratización del voto facilita la democracia deliberativa. En lugar de doctrinas dogmáticas, hay argumentos; en vez de partidos cazapuestos, tendremos meritocracia”. Razón le sobraría al profesor si esta declaración no excluyera, por contera, a los partidos, como opción organizada de la política sin la cual no se concibe la democracia. Cosa distinta es la crítica a los partidos colombianos, dechado de vicios que clama una terapia de choque. Pero no su disolución. Como no ha de cerrarse el Congreso, por descompuesto que esté, pues es institución de la democracia. Merecerá también tratamiento y cirugía, pero no la muerte. Por otra parte, ¿quién garantiza que el voto desorganizado, “libre”, sea siempre el de una ciudadanía deliberante? ¿Acaso aquél no lleva ocho años reducido a masa amorfa, sin horizonte y manipulado por la propaganda del Gobierno?

Por último, ¿estará este moralismo exquisito a la altura de los anhelos de cambio de tantos colombianos, ricos y pobres, blancos y negros, educados e iletrados, de la ciudad y del campo? ¿Piensan los líderes de la Ola Verde organizarse como oposición? ¿Por qué Fajardo se va por el atajo para no responderle a la periodista Andrea Forero cuando ella inquiere si los Verdes participarían en un eventual gobierno de Santos?

 

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