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LA ADMINISTRACIÓN SANTOS HA elaborado su plan de desarrollo en poco tiempo y con cifras gruesas.
La urgencia en su redacción terminó con un catálogo de buenas intenciones escasamente coordinadas entre sí. El monto a invertir es $485 billones en cuatro años, de los cuales $170,3 billones corresponden al sector privado, atraído por concesiones de obras públicas.
La cifra global es demasiado grande, equivalente a 23% del PIB anual, cuando toda la inversión sumada, pública y privada, nunca ha superado el 25% del PIB. Considerando sólo el sector público, se invierten $78,5 billones por año, 15% del PIB, lo que sugiere que esté clasificando gastos de funcionamiento como inversión. Lo digo porque todo el gasto público alcanza a 22% del PIB y está desfinanciado en una quinta parte. Generalmente, lo que hacen los gobiernos cuando tienen déficit es rasurar la inversión pública porque el grueso del gasto es inflexible. Esto es especialmente cierto en el comienzo de este gobierno, ya que el anterior dejó la olla raspada y agujereada, plagada además de vigencias futuras con pésimos proyectos.
Lo que puede ser una mejora del plan comparado con los del pasado son los cerca de $30 billones que p onen los entes territoriales para inversión, parte de los cuales surgirían de las regalías tan despilfarradas y capturadas por la corrupción en el pasado. Esto significa, por ejemplo, que se pueden hacer planes regionales para dotar de agua potable y alcantarillado a los municipios pobres del país o para construir vías fundamentales para la integración de muchos territorios al mercado nacional. Sería un gran avance también que los grupos ilegales dejaran de apropiar las transferencias que reciben las regiones.
El plan tiene una meta loable que es la búsqueda de la convergencia regional, aceptando que hay una creciente desigualdad entre las regiones ricas y las pobres. Se debe organizar un fondo regional de compensación que aumente las transferencias y otro de regalías destinadas a los municipios con los índices mayores de necesidades básicas insatisfechas.
El crecimiento económico debe alcanzar más del 6% anual hacia 2014 con el impulso de cinco locomotoras (vivienda, agropecuario, infraestructura, minería e innovación) que se deslizan sobre los rieles de la educación. A la definida en forma necesariamente vaga como “innovación” le cabe todo: investigación agrícola y pecuaria del trópico, nuevas formas de organización de pequeñas y medianas empresas y aumentos de productividad surgidos de la formalización de tantas actividades que evaden impuestos, contribuciones e incumplen la legislación laboral. No hay, sin embargo, un compromiso fuerte con la educación superior, que debería concentrarse en expandir los doctorados de ciencias básicas e ingenierías.
Otra de las locomotoras problemáticas es la minería, que tal como viene es fuente de depredación del medio ambiente, caracterizada por la concesión sin condiciones de permisos de explotación en páramos y en los ríos, destruyendo sus cauces y agravando el problema del invierno especial que venimos padeciendo. La minería, que es poco intensiva en trabajo, puede además frenar el desarrollo de las exportaciones y de la producción interna, intensivas en mano de obra, al presionar la revaluación del peso. Y la infraestructura está trabada por la carestía presupuestal y las vigencias futuras que legó el presidente Uribe. Al plan, en fin, le sobra optimismo y le falta precisión.
