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El poder blando

Arlene B. Tickner
07 de octubre de 2009 - 02:54 a. m.

El que Brasil sea superestrella de la diplomacia, además del fútbol y de la samba, no es secreto para nadie.

Durante la última década, su clasificación como estado BRIC, su ingreso al G-20, su participación en la iniciativa trilateral del Sur, India-Brasil-Sudáfrica (IBSA), su protagonismo en esquemas regionales como Mercosur y Unasur, y su ingreso al reducido club nuclear submarino, entre otros, han ido confirmando el estatus de la quinta población y novena economía del mundo como potencia global. Entre todas las estrategias diplomáticas empleadas para llegar allí, la menos discutida han sido los esfuerzos brasileños en el ámbito de la diplomacia pública.

Como otros poderes emergentes, Brasil ha buscado reconstruir su “marca”. Mientras que China ha reestructurado su propia comprensión de lo que significa ser un país socialista en el siglo 21, así como la forma en que dicha imagen se proyecta hacia el exterior, India se ha constituido en la nueva meca de las tecnologías de información y comunicaciones, así como el cine. Las palabras del presidente Lula al ganar el pulso por la sede de los Juegos Olímpicos de 2016 sugiere algo sobre lo que quiere Brasil: “Ahora vamos a mostrar al mundo que podemos ser un gran país. No somos Estados Unidos, pero hacia allá vamos y allí llegaremos”. Se trata de una apuesta por representarse como una alternativa a la hegemonía estadounidense, pero al mismo tiempo como su igual.

La diplomacia cultural ha sido la base de estas nuevas marcas. Esta otra dimensión de la política exterior se ha convertido en un eslabón fundamental, en especial para los países en desarrollo, ya que alimenta muchos otros objetivos al crear un ambiente positivo en torno a un país en el ámbito internacional. Lo “cultural” —que países como Brasil exhiben de forma magistral ante el mundo— es un arsenal básico de lo que Joseph Nye ha llamado el “poder blando”. Su gran potencial radica en su capacidad de promover la imagen, así como la agenda política de un país de forma sutil pero seductora, dado el supuesto (equivocado) de que la cultura está por encima de la política.

El deporte es la política cultural por excelencia. Dado su amplio atractivo popular, es un vehículo natural de las relaciones internacionales. Ser la sede de una Copa Mundial o de unos Juegos Olímpicos ofrece la oportunidad de cautivar la atención de hasta dos tercios de la población mundial y de ganar publicidad e influencia instantáneas. Por ello, los países han peleado esta oportunidad. En algunos casos, como el de Europa del Este durante la Guerra Fría, el reconocimiento deportivo constituyó un paso obligado hacia el reconocimiento político en la ONU. Los Juegos Olímpicos de Beijing, por su parte, ratificaron la emergencia de China en el escenario global. Y para Sudáfrica, cuyo régimen de segregación racial fue motivo de boicoteos deportivos, la Copa Mundial es un poderoso símbolo de legitimidad.

Como otros países que han utilizado el deporte, así como la diplomacia cultural en general, para fortalecer su marca (y su posicionamiento) internacional, en el caso de Brasil el poder blando está produciendo importantes dividendos políticos. Las lágrimas de Lula no son para menos.

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