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El regalo mortal del ganado

Klaus Ziegler
16 de julio de 2015 - 04:48 a. m.

Olvidó el papa Francisco en su encíclica ecológica señalar que no fue haber mordido la manzana, sino haber probado la carne, lo que le valió a Adán la expulsión del Paraíso. Y no me refiero a la lascivia, sino a la carne animal que hoy alimenta gran parte de la humanidad.

Nuestra intimidad con la ganadería comenzó hace nueve mil años. De cientos de mamíferos herbívoros salvajes solo unas pocas decenas lograron domesticarse. Pruebas de ADN mitocondrial confirman que hace seis mil años ya existía ganadería en el sudeste asiático y en India. La especie domesticada, el bovino jorobado, desciende de los uros salvajes, esos inmensos toros primigenios, ya extintos, inmortalizados en las pinturas de Altamira. El último de su especie, según cuentan, fue visto en 1627, vagando por los bosques polacos de Jaktorów.

Mientras que caballos y asnos se convirtieron en animales domésticos, algunos de sus parientes, como cebras y onagros, nunca lo fueron. Su temperamento irascible y su irremediable propensión a morder sin soltar a su presa desanimaron, sin duda, a quienes intentaron domarlos. Según nos cuenta Jared Diamond en su extraordinario libro “Armas, gérmenes y acero”, el mayor número de accidentes en parques zoológicos ocurren, no por ataques de serpientes o felinos, sino por mordeduras de cebras. ¿Quién ha sido testigo de un jinete paseándose a lomo de cebra?

Por iguales razones nunca fue posible domesticar hipopótamos, una de las criaturas más peligrosas de toda África. ¿Y cuál fue el inconveniente con otras especies gregarias, como ciervos y antílopes? la dificultad estriba en su estructura jerarquía, vaga, imprecisa, que las hace reacias a recibir la impronta de un líder dominante, además de su natural nerviosismo, que las lleva a matarse a golpes contra las cercas de los corrales cuando se ven aprisionadas. Por eso tampoco nadie ha visto a un pastor con un rebaño de ciervos.

Pero la crianza de animales fue una salvación, y al mismo tiempo una desgracia. A diferencia de nuestros antepasados vegetarianos, los humanos pudimos desarrollar grandes cerebros gracias a una dieta carnívora, “detalle menor” que suelen olvidar muchos veganos. Pero con el ganado y la crianza de animales también llegaron las enfermedades: la tuberculosis, el sarampión, la viruela, la gripe, la tos ferina, la malaria, la leptospirosis, la brucelosis o “Fiebre de Malta del ganado”… El sarampión, para dar un ejemplo, es solo una de las variantes del tifus bovino, el cual mutó y se hizo mortífero para los humanos, que convivían en medio de las heces, la orina y las pústulas de sus vacas. El causante de las más terribles pandemias, el virus de la gripa, tiene un posible origen en las aves de corral y en los patos.

El ganado bien podría ser una de las mayores fuentes de nuevas cepas bacterianas. Recordemos que el estómago de los rumiantes es un gigantesco caldo microbiano donde el alimento se fermenta para producir ácidos grasos, fuente energética del animal. Pero cuando el ganado se somete a dietas de engorde rápido aparecen todo tipo de infecciones y de males, como abscesos hepáticos. Ello obliga a los ganaderos a utilizar grandes cantidades de Monensina y Tilosina [1]. Esos fármacos no deberían ser motivo de preocupación, según La Federación de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos. Sin embargo, como sabe cualquier biólogo evolutivo, el uso continuado de antibióticos propicia por selección natural la aparición de agentes patógenos cada vez más resistentes, algunos de ellos potencialmente letales para los humanos.

Si nos atenemos a la información de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), la ganadería sería así mismo uno de los mayores generadores de gases de efecto invernadero, incluso por encima de los automóviles. Se estima que del estiércol y de los “tubos de escape” de los bovinos emana el 65% del óxido nitroso (contaminante trescientas veces más perjudicial que el CO2), el 37% de todo el metano asociado con actividades humanas y el 68% del amoníaco presente en la lluvia ácida [2].

El ganado es además una de las principales causas de degradación del suelo y de contaminación de las aguas. Más del 30% de la superficie terrestre se destina a la alimentación y crianza de ganado vacuno, sin contar esas inmensas extensiones de tierra cultivable cuyo único fin es la producción exclusiva de maíz, no para humanos, sino para vacas. Pero el mayor desastre ecológico ocurre en Latinoamérica, donde la ganadería es una de las principales causas de deforestación [3]. Producir mil calorías de carne de res requiere 36 200 calorías, entre granos y forrajes, tres veces más que en la crianza de cerdos y cuatro veces las necesarias para producir la misma cantidad de carne de ave. En promedio se consumen 1642 litros de agua, mucho más que la necesaria en las industrias aviar y porcina juntas [1].

Asimismo, el sobrepastoreo provoca daños en el suelo a gran escala y es una de las mayores causas de erosión y del avance de la desertificación en muchas regiones. La producción de forraje demanda enormes cantidades de recursos hídricos, vitales para la supervivencia humana, a la vez que contamina los ríos y mares con desechos de nutrientes, lo cual se traduce en un aumento desmedido de la biomasa (eutrofización). Según la FAO, la ganadería sería la causa directa de contaminación con nitrógeno y fósforo en el Mar del Sur de China, y la responsable indirecta de mucha de la pérdida de biodiversidad en los ecosistemas marinos [2].

De otro lado, y a diferencia de la agricultura, la ganadería es una fuente limitadísima de empleo. En uno de los hatos ganaderos más grande del mundo, en Texas, siete personas son suficientes para operar unas 43 000 cabezas de ganado. En Colombia, extensiones casi tan grandes como departamentos se manejan con un par de vaqueros, muchos de los cuales viven en condiciones comparables a los siervos de la gleba de la Edad Media. Y a diferencia de Europa y Estados Unidos, el pago por impuestos a la tierra suele ser irrisorio.

Tampoco podemos olvidar aquellos aspectos éticos relacionados con el maltrato animal. Tanto la ganadería, como la crianza de cerdos y pollos, conducen a niveles de sufrimiento considerables. Y no estamos hablando de la tauromaquia y otros espectáculos salvajes, sino del maltrato infligido a millones de animales en granjas y corrales, donde se los mantiene hacinados en condiciones inmundas y degradadas. En su libro The Omnivore’s Dilemma: A Natural History of Four Meals, el periodista Michael Pollan describe así la ganadería en las altas planicies de Kansas, hacia 1950: “Una subdivisión de corrales se extiende hasta el horizonte. Cada uno encierra un centenar de animales que apenas se sostienen sobre sus patas o que permanecen tirados en un barro grisáceo que, con el tiempo, te das cuenta de que no es en absoluto barro”.

Del otro lado de la balanza, no podemos olvidar que la ganadería es el único sustento para casi mil millones de desposeídos, habitantes paupérrimos de áreas rurales donde es imposible cultivar, pues la tierra es demasiado fría, seca o árida. En términos de nutrición, la ganadería aporta el 33% del total de proteínas en la dieta humana. Así incomode a los vegetarianos, cantidades modestas de carne, huevos y leche contribuyen de manera notable al mejoramiento de las condiciones físicas y mentales de la niñez, como se demostró en Kenia y en otros países del continente africano ([2], pág. 269). En los países industrializados, sin embargo, donde el consumo de carne per cápita alcanza los 123 kilogramos al año, las grasas animales son responsables del aumento significativo de la obesidad, de las enfermedades cardiovasculares, de la diabetes y de ciertos tipos de cánceres.

Como ocurre con tantos asuntos humanos, el problema no estriba en la ganadería, como sí en el vertiginoso crecimiento de la población. El consumo de carne en China se ha disparado en las últimas décadas. Para alimentar la población mundial a este ritmo harían falta seis Planetas. Los complejos problemas de salud pública, cambio climático y seguridad alimentaria no pueden reducirse a posiciones extremas y maniqueas, ni a mitos sin fundamento, como es común encontrar entre los vegetarianos más fanáticos.

Para bien, o para mal, llevamos cientos de miles de años alimentándonos de carne animal. Fue solo así como se pudo dar el gran salto evolutivo que permitió convertirnos en Homo sapiens. La ganadería, sin duda, fue un logro gigantesco de la civilización, y un regalo mortal de la madre naturaleza.

[1] http://www.nationalgeographic.com/foodfeatures/meat/
[2] ftp://ftp.fao.org/docrep/fao/010/a0701e/a0701e07.pdf
[3] http://www.ambiental.net/opinion/MartinoAmazoniaDeforestacion.pdf

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