El silencio de los poetas

Arturo Charria
05 de julio de 2018 - 02:10 a. m.

Las palabras eran lo único que le permitía a Paul Celan sobrevivir a su propio dolor, por ellas pudo aplazar su propia muerte. Pero, cuando se le acabaron, murió. Primero lo hizo hacia adentro, como si se quedara seco y todo el agua del mundo no alcanzara para humedecer sus labios. El poeta rumano caminaba por París como un fantasma que carga sobre sí todo el dolor del mundo, sintiendo a cada paso el espiral de voces que crecía en su cabeza. Entonces volvió a morir, esta vez de manera definitiva: se lanzó al río por cuya ribera tantas veces había caminado musitando sus propios versos. Saltó al río Sena desde el puente Mirabeau, a las afueras de París, lo hizo el 20 de abril de 1970 y el peso de su tristeza lo hundió rápidamente, nadie lo vio caer. Su cuerpo fue encontrado por un pescador once días después, pero pocos habían notado su ausencia. Sobre su escritorio tenía una biografía abierta del poeta alemán Hölderlin, en la última página, que quizá leyó en vida, estaba subrayado: “A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón”.

Celan nunca pudo recuperarse de la muerte de su familia en Auschwitz, la ausencia y la pérdida de tantas personas amadas en los campos de exterminio marcó la totalidad de su obra. Y, sin embargo, esa misma obra fue una lucha por cerrar la brecha entre palabra y pensamiento, porque las letras no siempre le alcanzaban para expresar lo que sentía: “Lo que ya no se puede nombrar, ardiente, audible en la boca”, escribió en su libro Reja del lenguaje. Cuando el poeta levantaba la mirada no lo hacía para descifrar las formas de las nubes, sino para buscar a sus muertos: “Cavamos una fosa en los aires, no se yace allí estrecho”, escribió en La arena de las urnas, el poemario que condensa de manera hermética la shoah*.

Pocos años después, en Buenos Aires, fue encontrado el cuerpo sin vida de Alejandra Pizarnik, en la habitación había un pizarrón con un puñado de versos sueltos; estaban diseminados, como si fueran la materia de un imposible poema futuro. Inconsistentes manchas blancas sobre un pálido verde. Los últimos tres versos de este pizarrón, y quizás los últimos que escribió en vida, muestran lo que fue para la poeta argentina el dolor de no poder nombrar lo que sentía: sus tristezas, sus miedos, sus angustias: “Oh vida / Oh lenguaje / Oh Isidro”.

Pizarnik se suicidó en septiembre de 1972 con 50 pastillas de seconal. Su depresión cada vez era más fuerte y las huellas de su dolor quedaron como heridas en sus últimos poemas. Pero al final de su vida no hubo muchos poemas, solo versos en los que las palabras sonaban como el balbuceo de una niña que trata de nombrar la realidad, pero no conoce las formas: “Cuando hablas no se entiende nada”, escribió tres meses antes de suicidarse. Y, unos años atrás, en 1970, cuando creía que la depresión podía curarse en los hospitales, escribió: “Voces mías que, unas con silencios / y otras con colores, / me atormentan: diremos su nombre y no vendrá: de cerca, de lejos, no responderá”.

Por eso, cuando las palabras se acaban, los poetas mueren. No pueden contener el derrumbe del tiempo sobre sí mismos, como si el pecho se les inflamara a cada paso y les doliera caminar. Se ahogan con letras que al juntarlas no dicen nada y al final, cuando abren los labios para pedir ayuda, no emiten sonido alguno, tan solo un pequeño graznido, sílabas ininteligibles, como el llanto de un recién nacido.

@arturocharria

charriahernandez@hotmail.com

* Nombre que se le da al exterminio judío durante la Segunda Guerra Mundial.

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