El timón

William Ospina
29 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Era cuestión de esperar, pero el capital no da espera. Era cuestión de resistir cuatro meses: abril, mayo, junio y julio, como China resistió diciembre, enero, febrero y marzo, para frenar el ritmo de crecimiento del contagio. Pero es que China es más paciente.

Era cuestión de hacer una pausa, que a todos nos está enseñando tantas cosas sobre el mundo en que vivimos, sus afanes, sus desastres y sus frivolidades; una pausa de prudencia que es también de meditación y de sabiduría. Pero a los motores ciegos de este modelo depredador no les conviene pensar ni les interesa que la gente piense: sólo que trabaje y consuma.

Donald Trump ha hecho sus cálculos, se ha dicho que con una tasa de mortalidad del 1 %, los Estados Unidos, aunque lleguen a tener un millón de infectados, tendrán a lo sumo 10.000 muertos, y que ese es un sacrificio que su sociedad está dispuesta a hacer con tal de salvarse. Estará pensando que Napoleón le costó muchas más vidas a Francia y tiene su estatua en la columna de Vendôme. Que la Guerra de Secesión les costó a los Estados Unidos 500.000 muertos, y la Segunda Guerra Mundial 400.000.

Entonces, ha dicho, no se puede paralizar al país por una gripa. “La gripa estacional mata al año 36.000 personas y nadie piensa en cerrar el país”. Y añade que una recesión puede matar más gente que un virus. “¿Cerrar la economía? ¿Ahora? ¿Con pleno empleo?”, dice, “¡qué locura!”. Y añade que los Estados Unidos no se pueden cerrar porque son el país más exitoso.

Y esa es la clave de todo el asunto. Donald Trump solo puede ver el país como un negocio, y todo lo mide en términos de éxito o de fracaso. De ser, como se dice allá, un ganador o un perdedor.

Pero nos equivocaríamos si creemos que Donald Trump está pensando en la suerte de su país: está pensando en la suerte de su reelección como presidente y, para desgracia de los Estados Unidos, la crisis del coronavirus, el más asombroso y desafiante acontecimiento de la historia reciente, les tocó en año de elecciones. Por eso la agenda del gobierno no va a responder a las necesidades del país sino a las necesidades del presidente.

Donald Trump está seguro de que su reelección va a depender exclusivamente de la pujanza de la economía, del crecimiento y del pleno empleo. Y justo cuando lo tenía todo controlado, se le viene encima una pandemia que exige cerrar fábricas, restringir el transporte, encerrar en casa a la mano de obra. Entonces tiene que escoger, aunque es un falso dilema, entre la gente y la economía, y sus cálculos, sesgados locamente por la necesidad de triunfar, le dicen que hay que sacrificar a la gente.

“Serán solo los mayores”, se dice, jugando a creer que sus muchos negocios y sus muchos millones y su inexplicable poder y su joven esposa lo ponen fuera de peligro. Qué curioso tema para una obra literaria clásica, para una pieza teatral que solo sería una comedia si no tuviera como fondo la posible tragedia de una nación y de una época.

Porque es que a Trump podrían fallarle las cuentas. La suya es una apuesta, pero una apuesta riesgosa. Italia confió demasiado en que lo de China había sido mínimo: el primer ministro italiano dijo hace un mes que Italia no se cerraba, que Italia, ¡Italia!, no iba a convertirse “en un lazareto”. Un mes después la historia lo tiene contra la pared, y ese hermoso y amable país no sabe cómo contener la avalancha de confusión y de muerte que avanza.

Estados Unidos se ha convertido esta semana en el foco mundial de la pandemia. El crecimiento del contagio podría salirse de control. Tal vez ese 1 % que Trump parece dispuesto a sacrificar podría verse alterado por las limitaciones del modelo de salud que Trump mismo no ha querido cambiar. No es necesario inventar cifras ni crear escenarios de catástrofe, pero es necesario decir que Trump está jugando con fuego, y que posiblemente eso se deba a que está pensando más en sí mismo que en su país.

Era cuestión de esperar: de ver florecer los cerezos por la ventana, de dejarse alcanzar por esta ola de silencio, de reflexión, de meditación sobre lo que está mal en el mundo. Una cuarentena rigurosa, es más: muy rigurosa, puede frenar ciertamente la economía, puede poner en crisis muchas cosas, puede debilitar el crecimiento y malograr la estrategia actual del pleno empleo, puede incluso poner en peligro su reelección, pero también le habría permitido sortear el peligro con la misma fuerza y decisión con que lo contuvo China, o con la misma serenidad con que lo han contenido Alemania y Corea del Sur.

Y superada la crisis, y lograda la contención del contagio a un ritmo manejable, y protegida la población (porque 10.000 muertos en una catástrofe impredecible son muchos muertos, pero 10.000 muertos que hubieran podido evitarse son un crimen), aún le habría sido posible a un gobernante sabio, y preocupado por su gente, reencender los motores, aprovechando las lecciones de este episodio, escuchando el mensaje desesperado que nos está enviando la naturaleza, y dedicar después agosto y septiembre y octubre a la celebración del milagro, y a la fiesta de la reconstrucción, o de la reinvención, nacional y mundial.

Pero la ambición no es prudente. Melania, la esposa de Donald Trump, que es eslovena de origen, debería haberle hecho conocer a su marido aquel verso sabio de un poeta de Europa Oriental, Rainer Maria Rilke: “¿Quién habla de triunfar? Sobreponerse es todo”.

Pero ya que Trump no está para escuchar a los poetas, al menos debería escuchar al gobernador Andrew Cuomo, quien se ha convertido en el líder del otro país, que tiene sensibilidad y no solo intereses. Cuomo sabe lo que está pasando en Italia, ve la línea ascendente del contagio, casi tan vertical como los rascacielos, y les habla cada día a los neoyorquinos desde la prudencia y con el corazón.

Mientras tanto, el mundo contiene el aliento frente a las decisiones de Trump y se pregunta si no estará el capitán dirigiendo el Titanic hacia el iceberg.

 

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