El traspié de Macron perjudica a Europa

Columnista invitado EE
26 de diciembre de 2018 - 06:30 a. m.

Por Dominique Moisi *

París– ¿Tendrán tantas consecuencias las protestas de los chalecos amarillos como las manifestaciones masivas de mayo de 1968? Es demasiado pronto para saberlo. La rebelión ha obligado al presidente francés, Emmanuel Macron, a hacer importantes y costosas concesiones. Aunque está claro que algunos de los manifestantes quieren reeditar los “logros” de sus predecesores contra su monarca (electo), no estamos en julio de 1789.

Merece la pena recordar que mayo de 1968 se debió en gran parte a una generación de estudiantes aburridos que habían estado viviendo en el momento de mayor prosperidad de Francia en la posguerra. Si bien la economía tenía pleno empleo, se rebelaron contra el statu quo en nombre de dudosas utopías inspiradas por la Cuba de Fidel Castro y la China de Mao. Se les unieron sindicatos bien organizados que ayudaron a que el movimiento alcanzara una masa crítica, al menos de modo temporal.

La diferencia entre entonces y ahora es que quienes están tomándose las calles en protesta contra la propuesta de Macron de aumentar el impuesto a los combustibles se inspiran no en la utopía, sino en la desesperación. En este sentido, el levantamiento de los chalecos amarillos no es muy diferente a un brexit francés, ya que representa un disparo en el pie. Mientras que los británicos recurrieron a las urnas, los franceses han adoptado una combinación de barricadas, marchas y lanzamiento de piedras.

En cualquiera de los casos, todos parecen tener las de perder. Tal como la salida del Reino Unido de la Unión Europea dejará debilitadas a ambas partes, la rebelión interna en Francia podría socavar la integración europea. Se suponía que con Macron el país iba a mantener viva la llama de la democracia liberal en un mundo oscurecido por los Estados Unidos de Trump, la Hungría de Viktor Orbán y la Italia de Matteo Salvini. En momentos en que el propio liderazgo de la canciller alemana Angela Merkel parece destinado a acabar, Francia era un faro de ilusión en el mar de la desesperanza occidental. Es evidente que este ya no es el caso.

Uno siente en la cobertura mediática británica y estadounidense de las protestas de los chalecos amarillos un grado de schadenfreude. La orgullosa nación del líder arrogante ha agachado un poquito la cabeza y resulta que los franceses no son tan diferentes a los demás.

En parte, los errores de Macron fueron un factor de la revuelta de los chalecos amarillos. Al impulsar reformas radicales pero necesarias, contaba con que un crecimiento económico más sólido le reivindicara. Pero el crecimiento no se ha concretado, y eso hace que a los usuarios franceses del transporte público y privado, en su mayor parte pertenecientes a las clases media y baja, les resulte imposible aceptar este impuesto a los combustibles para mejorar el medio ambiente.

Para empeorar las cosas, Macron lanzó su plan de reformas reduciendo el impuesto a la riqueza, medida que le valió el apodo de “presidente de los ricos”. Pero, como había cortado lazos con el “corps intermédiaires” del país (alcaldes, representantes de regiones y sindicatos), le tomó demasiado tiempo ver que la ira en las provincias, pueblos y áreas rurales crecía a un ritmo acelerado. Al rodearse de una corte de tecnócratas brillantes y jóvenes, Macron perdió contacto con lo que llama “su pueblo” (en sí misma, una fórmula más bien torpe).

Este es un problema constante de la meritocracia francesa. Cuando enseñaba en la Escuela Nacional de Administración en los años 80, vi que los pocos que habían aprobado en los exigentes exámenes de ingreso recibían sus propios autos con conductores incluidos. Imagínense recibir este tratamiento como un practicante de 20 años en una de las prefecturas francesas. No es de sorprender que se comporten como si el Estado estuviera a su servicio, en lugar de lo opuesto.

Es posible que la propia personalidad de Macron haya sido un factor decisivo en esta primera crisis importante de su presidencia. Es una persona de inteligencia, energía y valentía excepcionales, pero parece carecer de la madurez y humildad que vienen con la edad. Estaba tan deseoso de restituir a la Presidencia francesa la dignidad perdida bajo sus dos predecesores —Nicolas Sarkozy y François Hollande— que fue demasiado lejos.

Si se desea causar una buena impresión al presidente ruso Vladimir Putin u otros dignatarios extranjeros, puede ser eficaz albergarlos en un ambiente tan imponente como Versalles. Pero juguetear con la historia monárquica del país tiene sus riesgos. Puede que muchos de los votantes de Macron lo hayan elegido con la esperanza de ver a un Bonaparte del siglo XXI, pero que hoy piensen más en Luis XVI, el rey que pagó con su vida los fallos de sus predecesores.

¿Puede Macron aprender de sus errores y recuperar la confianza de los votantes franceses que se han sentido humillados por él? Difícil, pero no imposible. De todos modos, no se puede descartar a destiempo a un político de tal visión y ambición.

En lugar de regocijarse con las dificultades de un líder valiente, quienes todavía creen en la democracia deberían pensar en lo que pasaría si Macron fracasa. El presente de Italia podría ser el futuro de Francia, y los populistas que llegasen al poder en París probablemente pondrían punto final a todo el proyecto europeo.

No es un resultado que nadie desee. Para mejor o peor, Macron sigue representando la mejor protección de la democracia europea frente a la ola de nacionalismos populistas.

* Dominique Moisi es consejero sénior del Institut Montaigne en París. Es autor de La géopolitique des séries ou le triomphe de la peur.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

(c) Project Syndicate 1995–2018.

 

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